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Juramento del juego de pelota. Nace un poder constituyente |
Natura naturans
(naturaleza que crea) y natura naturata (naturaleza creada). Esta distinción,
que procede de la filosofía griega, aunque nombrada de distinto modo, equivale a otra de la política, no menos
importante: la que hay entre el poder constituyente y el poder constituido.
Entender esta distinción filosófica aclara la diferencia entre ambos
tipos de poderes y, sobre todo, ayuda a comprender los límites y paradojas de
la soberanía, que es un concepto elemental de cualquier doctrina política.
Aristóteles distingue en su Física
lo que engendra de lo que es engendrado. El neoplatónico Proclo, igual que
Pseudo Dionisio Aeropagita, teólogo y místico, señalan, por su parte, la
independencia entre lo que conduce al ser y lo causado. Posteriormente,
los escolásticos, en prueba de la gran capacidad omnívora del cristianismo, mantienen
la distinción de la filosofía griega entre naturans
y naturata a mayor beneficio de su
dios, al que asimilan a la natura
naturans. Siglos después, en pleno proceso de superación de la poliarquía
medieval, la diferencia entre creador y ser creado se trastoca y funde. El
pensador que produce tal cambio es Spinoza, que es el barroco encarnado en vida
y razón viva del principio de la racionalidad. El racionalismo spinoziano concluye
que la natura naturata no es ajena a
la natura naturans, porque lo creado vive
en el seno del creador, que sin lo causado pierde potencia. Esta tesis, unida a
la idea de necesidad, lleva a Spinoza a ser acusado, a la vez, de panteísta y ateo, y expulsado de
la comunidad judía de Ámsterdam, a la que pertenecía.
Desde Spinoza, la idea de un dios omnipotente que puede cambiar la
naturaleza a su antojo por medio de prodigios y milagros comienza a sufrir una
erosión imparable. Un dios que es necesidad y que no existe más allá de la
naturaleza, como sugiere Spinoza, ya no lo puede todo. Por ejemplo, a ese dios le
es imposible cambiar las leyes que rigen el universo porque tales disposiciones
son reflejo de su condición y expresión de su ser. La razón, según el filósofo,
concluye que dios equivale a un conjunto de leyes necesarias en sí mismas que
ordenan el mundo y lo hacen inteligible. Dios es naturaleza y viceversa, naturans y naturata, deus sive natura, según
expresión célebre. La metáfora que designa lo divino, entonces,
torna clara y adquiere matices mecánicos, físicos y matemáticos a la vez: dios
como relojero, dios como maquinaria de la relojería creada y dios como tiempo
que mide el reloj del universo, del que es expresión. Así las cosas, con
Spinoza dios deja de ser soberano ajeno, causa transitiva, causa incausada y ociosa, tras su primer y único acto, de una naturaleza que no puede ser sólo exterior. La
soberanía, liberada de una natura naturans supuestamente distinta,
suprema y externa, pasa a ser un atributo humano. La fusión de Spinoza entre el
creador y lo creado coloca al hombre al frente del universo y, también, de su
destino, huérfano de toda relación con un ente superior.
El racionalismo de Spinoza y de otros filósofos políticos de primer
orden, como Hobbes, seculariza la política, al igual que el empirismo de Hume un
siglo después, contribuyendo a la decadencia del origen divino de la autoridad,
idea sin la cual la Iglesia, entendida como institución de poder, se desmorona.
Por eso las jerarquías del cristianismo han combatido ferozmente el pensamiento
racional y el empirismo, conscientes de que la razón y la experiencia niegan su
autoridad terrenal y su fundamento divino.
Debemos mucho a Spinoza, Hobbes y Hume, mientras que nadie se acuerda ya de su coetáneo, Robert Filmer, autor de Patriarca. Sin el cerco a la ciudadela
religiosa por parte del racionalismo y del empirismo no habría sido posible la declaración
universal de los derechos del hombre y del ciudadano de 1789 que, a su vez,
descubrió a un pensador político de importancia excepcional, Emmanuel Sieyès, que alumbró la concepción moderna de la democracia.
El pensamiento filosófico desemboca, después de veinte
siglos de historia, en la conclusión de que la soberanía es un asunto muy
terrenal y que, por tanto, reside en los hombres, uno, varios o todos.
Ha hecho falta una crisis de una envergadura mayúscula como la que sufrimos
para que el asunto de la soberanía, esto es, determinar qué sujeto tiene la
última palabra sobre los asuntos públicos, recupere una centralidad que nunca
debió perder.
En los años de la especulación inmobiliaria el adocenamiento era
grande y el excedente económico permitía tapar las miserias del sistema
repartiendo migajas engañosas. Una vez reventada la burbuja se descubre que hay
víctimas, verdugos, desolación e injusticia. Cuando las crisis arrecian quedan
al descubierto las relaciones de poder: quién manda y quién obedece; cómo se
manda y por qué se obedece; qué es la obligación política, en qué consiste el
orden y cómo se deteriora; a quién beneficia la legalidad y cómo se reproducen
las élites en el poder. En pocas palabras, asoma la pregunta suprema sobre quién
es el soberano o natura naturans de
la política.
En democracia esta pregunta sólo admite una respuesta: el pueblo. La soberanía
reside en los ciudadanos. No puede ser de otro modo. No hay rey, ni delegado,
ni representante, ni mandatario, ni comitente, ni poder fáctico que se
anteponga a la voluntad popular.
Así que nuestro rey no es soberano, aunque lo engulla en copa balón de
taberna obrera, de las de lendel que marca la dosis, sólo, como sombra, o
acompañado de sol, como su ancestro, Luis XIV, que era sol porque era soberano,
absoluto, sire, poder constituyente,
todopoderoso, pelucón, mecenas, teatral, versallesco, suntuoso, primero delfín
y después Apolo.
Nuestros representantes tampoco son soberanos. Los gobiernos lo son porque
nos da la realísima. Son nuestros siempre, incluso cuando nos mienten, para que nos demos el gusto de echarlos o cuando se arrogan una condición, la de natura naturans, que nunca tuvieron. Dígase alto: cuando el
representante se desliga del representado, bien por la mentira o bien por
ambicionar lo que no le corresponde, incurre en el delito político supremo, que
se llama traición.
El representante que se rebela ante el representado y que lo
anula es un usurpador, sin más. De esto sabemos algo porque hemos sufrido en
nuestro país un par de usurpaciones en los últimos dos años, ambas de categoría.
Primeramente, en agosto de 2011, cuando las cúpulas del bipartito nacional, sin
mandato popular y en secreto, mutaron la Constitución, pisoteando el principio
de que el pueblo no es causa transitiva de la norma suprema sino que es su
causa inmanente. La Constitución democrática es creada por el pueblo y tiene
sentido, en cuanto expresión de su voluntad, en el pueblo y para el pueblo. En
cambio, una Constitución al albur de un puñado de representantes, por muy
numerosos que sean, es un absurdo lógico, una jaula, un instrumento con el que
el representante pastorea a la mayoría tras haber destruido la relación fiduiciaria sobre la que se sostiene.
La segunda usurpación se produjo en
noviembre de 2011, cuando se constituyó un gobierno, el de Rajoy, sobre el
cúmulo de mentiras más grande jamás contado a los ciudadanos en una campaña electoral. Así las cosas, nos
gobierna un gobierno que si hubiera anunciado un centésimo de lo que aplica estaría en la oposición de por vida.
Estas dos usurpaciones ponen a los
representados en una situación insostenible, de alienación consentida. Mientras tanto, un gobierno de falsarios les tunde con
una Constitución adulterada, escoltada por una porción de decretos que
destruyen derechos y conquistas sociales que costaron sangre y cárcel a personas dignísimas.
Tampoco los poderes fácticos pueden ser soberanos, aunque lo pretendan,
en una democracia que se mire al espejo sin avergonzarse, lo que, para
desgracia de nuestros hijos, no es el caso.
Esta es la realidad que reluce ahora que el pueblo ha despertado, agitado por la crisis. Por eso la gente se echa a las calles y lanza
réspices contra los que le escamotean el derecho inalienable a decidir sobre su
futuro. Resulta paradójico que el pueblo descubra que es príncipe ahora que es
mendigo.
Los que gobiernan, mandados de otros, tendrán la potestad pero no la
autoridad. Gobiernan en nombre de y no en su nombre o de quienes sin votar imponen su voluntad mediante componendas, presiones y otros secretos. El gobierno no es soberano por mucho que se cuelgue los
emblemas del poder.
No han pasado dos mil años de evolución filosófica y cinco siglos de cambio político para acabar así.
Toca nombrar un nuevo poder constituyente, acto revolucionario, original y primero, para que tome las decisiones regeneradoras que le correspondan, en ejercicio pleno de su soberanía. Llegó el tiempo de la natura naturans democrática.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del grupo municipal de IU