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La nueva pirámide de la desigualdad |
Se
entiende por democracia la forma de
organización social que atribuye la titularidad del poder al conjunto de la
sociedad. En sentido estricto, la democracia es una forma de organización del
Estado en la que las decisiones colectivas son adoptadas por el pueblo mediante
mecanismos de participación directa o indirecta a través de representantes
legítimos y libremente elegidos. En sentido amplio, la democracia es una forma
de convivencia social en la que los ciudadanos son libres e iguales y las
relaciones sociales se establecen con arreglo a mecanismos contractuales.
El
término democracia proviene del antiguo griego a partir de los vocablos demos (que se traduciría como “pueblo”)
y krátos (“poder”). En consecuencia,
podríamos definir el término democracia como la forma política que otorga el poder al pueblo.
Comúnmente
se acepta, de hecho muy pocos lo ponen en duda, que una sociedad democrática
necesariamente es capitalista. Son
democracias capitalistas aquellas que han conseguido que sus ciudadanos puedan
participar en la organización del Estado y cuyo sistema económico se fundamenta
en la teoría del “libre mercado”.
Ahora
bien, la coexistencia de un sistema sociopolítico basado en la igualdad con uno
socioeconómico que precisamente se fundamenta en la desigualdad resulta
problemática o simplemente imposible. Esto es lo que ahora ocurre en las
denominadas democracias occidentales
que surgieron tras la II Guerra Mundial y que, bajo la atenta mirada de los
Estados Unidos, adoptaron como forma de gobierno la democracia representativa y
el capitalismo como sistema de organización económica. Estos países, muchos de
ellos devastados por la guerra, formaron un frente común ante el avance del comunismo, así como un importante escudo
ideológico protector de los intereses de Washington.
La
caída del muro de Berlín la noche del 9 de noviembre de 1989, representa, sin
duda, la derrota del comunismo. La ruina de los países de la Europa del este,
unida a la progresiva desintegración de la URSS, constituyó el caldo de cultivo
idóneo para que la derecha neoliberal inculcara una doctrina insensible y falaz
sobre la naturaleza humana y la mejor forma de organizar la sociedad. En el
nuevo paradigma (que, en realidad, no tiene nada de original) se deja en manos
de los centros de dirección económica el grado de democracia permisible,
siempre bajo la premisa de la libertad de iniciativa privada frente al
gregarismo estatal. Con el neoliberalismo, la entelequia del mercado se convierte en el gran
legitimador de lo bueno, lo necesario y lo posible socialmente.
El
mensaje de libertad e igualdad proclamado con insistencia por los
medios de comunicación capitalistas se hizo un hueco en los corazones de los
ciudadanos de los países del otro lado del telón de acero. Esta expansión
ideológica coincidió con la exploración de nuevos mercados necesarios para el
crecimiento capitalista, lo cual devino en un rápido desarrollo que abrió las
puertas a la mercantilización de la democracia y de sus órganos de poder. De esta
época es el tratado de construcción europea que lleva el nombre de la ciudad
donde se firmó: el Tratado de Maastricht.
Manuel Monereo
expresa muy bien lo que significó Maastricht: “(…) constitucionalizar las políticas neoliberales (…) e impedir que la
soberanía popular controle la economía, dejando a una institución como el Banco
Central Europeo cuidar de la inflación”.
La desintegración
del bloque soviético afectó muy gravemente a la izquierda occidental y al
movimiento obrero, especialmente cuando se daba el caso de que compartían las
mismas raíces ideológicas. Pero lo más significativo de este cambio histórico
fue el paso sin ambages de la socialdemocracia al neoliberalismo, por lo que la
construcción europea quedó en manos de liberales, neoliberales y algunos
conservadores.
Es evidente que el
capital ha dedicado grandísimos esfuerzos a controlar las instituciones
democráticas, ejerciendo al control que le daba el poder financiero para
influir en el poder político. La crisis es un ejemplo de esta afirmación. Hoy
gobiernan desde la sombra los mismos que la provocaron, imponiendo sus
decisiones e intereses personales a los de la mayoría social. Se constata el “golpe de estado de los mercados que pretende
desposeer a las poblaciones de sus derechos y del control de sus economías, (…)
tomando una salida liberal a la crisis del neoliberalismo, esto es, la
liquidación del estado social y de las conquistas de los trabajadores”
(Manuel Monereo, 15 de junio de 2012 durante el seminario ¿Qué hacer con el
euro?)
Definitivamente,
el control que ejerce el poder financiero sobre los instrumentos que legitiman
las relaciones democráticas, es decir, la política y sus reglas, deslegitima
necesariamente a la res publica y, por extensión, a la democracia. La
mercantilización de la democracia aleja a los ciudadanos de la actividad
política.
Además,
los medios de comunicación eficazmente controlados por el capital, lobotomizan
las conciencias y demonizan las protestas de los movimientos sociales,
mostrándolos como causantes de los problemas y no como víctimas de los
atropellos del poder económico, con el propósito de desmontar la participación
y la capacidad de resistencia de los ciudadanos. Se levanta así un sistema
excluyente y clasista basado en la explotación de los más desfavorecidos (clase
obrera) por los propietarios de los medios de producción (burguesía), todo lo
contrario de lo que exige la democracia que se sostiene en la igualdad de los
ciudadanos.
Debido
a las presiones ejercidas por el capitalismo y la complicidad de
socialdemócratas y populares (en nuestro país PSOE y PP) se ha ido eliminando
del ordenamiento constitucional y jurídico cualquier norma que tuviera como
objeto frenar la expansión del capital. Sirvan como ejemplo de lo dicho la
modificación del artículo 135 de la Constitución realizada al margen de los
ciudadanos y que antepone el pago de la deuda e intereses al gasto en
pensiones, educación, sanidad, etc., aprobada sólo con los votos del bipartito,
o la reforma laboral de la ministra
Báñez que desregula el mercado de trabajo y limita la función de los sindicatos
en la negociación colectiva, o la reforma
de la educación del ministro Wert que anuncia una sociedad más desigual,
inculta y manipulable, o la reforma
sanitaria de la señora Mato, que no racionaliza el gasto, como quiere
hacernos creer, sino que abre una vía de negocio al capital privado para
especular con la salud de los ciudadanos.
Pone
todo esto de manifiesto la falsedad de la promesa neoliberal de que al bien
común se llega por la satisfacción del egoísmo y de los vicios privados, porque
lo cierto es que el aumento de las desigualdades y del individualismo conduce a
la agudización de la lucha de clases.
Llegados
a este punto estamos convencidos de que no basta con reformar el capitalismo
para que las cosas vayan mejor, como se apresuraron a proponer algunos líderes
capitalistas al principio de la crisis apremiados por el miedo a un colapso
financiero.
La
tarea consiste hoy, más bien, en acabar con el capitalismo para recuperar la
democracia, lo cual significa que tiene que ser la democracia la que defina las
relaciones entre el poder financiero y el poder político, acabando con
cualquier vestigio de control que las instituciones financieras ejercen sobre
la política. Esta tarea exige una profunda regeneración política que devuelva a
los ciudadanos la capacidad de decidir sobre sus vidas y sobre el mejor modo de
organizar la sociedad.
Hay
que blindar la democracia, sí, pero también hay que dejar margen a la sociedad
civil para modificar el ordenamiento jurídico cuando muestra signos de
anacronismo o sólo favorece a un determinado estrato social. El objetivo de la
democracia es servir al bien común y no a una minoría que controla los medios
de producción, se apropia de las
plusvalías de la fuerza de trabajo y destruye la naturaleza.
La
acumulación de poder por parte del capital se debe a la necesidad que tiene de
mantener el flujo de absorción de riqueza. O, dicho de otro modo, la
salvaguarda de los intereses del 1% (acumulan más del 75% de la riqueza del
país) frente a las necesidades del 99% restante. Esta concentración de riqueza
y su mantenimiento es el objetivo último del capital y constata la capacidad
que posee para, además de generar riqueza, acumularla y no sólo mediante el control
de los medios de producción sino, también, a través del control político sobre
la fuerza de trabajo.
No
hay mérito en afirmar que no existe alternativa al capitalismo y que gracias al
desarrollo económico que nos ha proporcionado hemos alcanzado unas cotas de
evolución muy elevadas, sobre todo porque no hemos cuantificado el coste de
este sistema tanto en términos políticos, humanos, sociales y ecológicos.
Ahora
bien, la recuperación democrática debe partir de la sociedad civil. Nuestro
papel es clave. Tenemos que aprovechar la fuerza que nos da ser aplastante
mayoría y lograr que los intereses del 99% se impongan a los del 1% que dirige
el mundo.
Mientras
que la casta política que conforma el bipartito (socialdemócratas y populares)
sólo buscan perpetuar el sistema como condición de su supervivencia personal,
la sociedad civil se organiza para resistir mejor los embates del capital y de
sus representantes. Unión, solidaridad y resistencia son claves para terminar
con el capitalismo y recuperar la democracia.
Algunos
nos tildarán de radicales por querer
superar un sistema en profunda crisis que nos lleva a la catástrofe. Nada más
lejos de la realidad. Está en la propia naturaleza de las cosas la evolución y
el cambio, la vida nueva que surge de la muerte de lo antiguo.
Es
el instinto de conservación lo que
motiva a la sociedad a buscar fórmulas mejores que transformen las relaciones
entre la economía y la democracia, entre los propietarios de los medios de
producción y la fuerza del trabajo, entre la burguesía y la clase obrera, entre
una minoría del 1% y el 99% restante.
Miguel Ángel Márquez es coordinador local de IU de Azuqueca de Henares