La historia es bien conocida, aunque es preciso recordarla
para mejor enjuiciar una decisión con la que, cuando menos lo esperemos, nos va
a atizar el gobierno para salvar a quienes gobiernan de verdad: los banqueros.
Durante una década (1997-2007) las entidades financieras
españolas concedieron créditos-hipotecarios imposibles que inflaron la burbuja inmobiliaria
hasta el reventón final, ocurrido hace cuatro años. Mientras fluían montañas de
crédito en pos de una actividad tan inútil como amontonar ladrillos recochos y acumular
solares en medio de la nada, los bancos repartieron dividendos de película,
festejaron ampliaciones temerarias y remuneraron a sus directivos con primas de
escándalo. Algo parecido ocurrió en otros países, los EEUU, Islandia e Irlanda especialmente, aunque la
extensión del mal ejemplo no es consuelo con el que justificar
nuestra particular ruina.
La especulación del suelo alimentaba la especulación del
crédito. Ambas demandaban ejércitos de albañiles, arquitectos, aparejadores,
ferrallistas, soladores, notarios y demás oficios relacionados con el arte de
levantar tabiques, acrecentando la superstición de que en España se había
descubierto una nueva forma de producir riqueza: que los inmuebles y los
solares siempre suben de precio y que mover dinero de un lado para otro, sin
más, es manantial inagotable de prosperidad.
La avaricia, que es un fuerte disolvente de la moralidad,
hizo que la locura se volviera colectiva. Muchas personas de pocos medios,
alucinadas por los espejismos del capitalismo popular y por las ofertas y mentiras de los bancos, firmaron créditos hipotecarios para comprar un bien
sobrevalorado, en el ingenuo convencimiento de que adquirían un seguro que les
resguardaba ante la adversidad futura. Otras, con más posibles, se sumaron al casino
inmobiliario para vender por la noche lo que habían comprado por la mañana,
ganando en unas horas lo que no proporcionaba ningún salario procedente de un
trabajo honrado. Todos los jugadores del monopoly inmobiliario, tanto los que
tenían medios como los que no, compraban a crédito, suponiendo ingenuamente que
devolverían la deuda con cargo a revalorizaciones milagrosas o merced a una
venta satisfactoria de un bien inmune a la devaluación.
Mientras la multitud creyó esta pamema, la rueda de la
fortuna giró enloquecida. España se llenó de coches de lujo. Las grúas se
levantaban hasta en el más humilde descampado. Se puso de moda tener un rottweiler,
viajar al Caribe, ir de compras de fin de semana a Nueva York, cobrar en “b”,
dejarse corromper y manejar resmas de 500 euros en transacciones inconfesables.
Nuestro país se llenó de horteras, la vulgaridad lo infestó todo y la
corrupción, compañera inseparable de la podredumbre de la moral pública, se
hizo endémica.
Cuanto mayor era la especulación, mayores eran también los
incentivos y premios para los que la promovían (banqueros, promotores inmobiliarios, tasadores, brókers, notarios, políticos complacientes y resto de comisionistas). A mayores incentivos, más
se hinchaba la burbuja y, con ella, el riesgo de las entidades de crédito, que
acumulaban como contravalor de sus préstamos temerarios unos bienes, inmuebles
y solares, a los que se les confería la propiedad milagrosa de aumentar su precio
de manera constante.
Pero cuando estalló la burbuja, la verdad se abrió paso. Súbitamente
se derrumbaron las valoraciones ficticias de los activos que respaldaban los
créditos concedidos. Una buena mañana, los mismos bancos que en la víspera
celebraban resultados extraordinarios advirtieron que los avales y operaciones que
sostenían sus realizaciones eran puro humo. Sus balances valían mucho menos de lo
admitido, reflejaban una riqueza que no tenían y registraban un agujero
contable capaz de tragárselo todo. Además, cada banquero sabía que sus colegas de la
competencia eran unos trampalargas a los que no se les debía dar ni la hora por riesgo a perder el reloj y el gemelo de la camisa en el acto petitorio. Reo de la desconfianza, el
crédito interbancario se esfumó y lo que antes era una actividad lucrativa,
construir pisitos y traficar con solares, se convirtió en ruina y tumba de la economía nacional. La banca, queridos lectores, estaba hecha harina. Consiguientemente, vino lo inevitable. La marabunta de oficios que vivían del
ladrillo se descompuso. El paro se disparó hasta niveles de emergencia.
Comenzaron los impagos de las deudas hipotecarias. El ciudadano medio pasó de
la berlina de lujo adquirida en leasing, factoring o renting,
al utilitario de segunda mano de dos mil eurillos pagados al contado en billetes de cinco euros. Los
rottweiler, antaño cariñosos, mordían a sus dueños. Los fajos de 500 euros
volaban hacia las Caimán, Suiza, Alemania o las Feroe. Cientos de miles de familias comenzaron a ser
desahuciadas de unas viviendas que ya no eran un seguro de vida sino una piedra
atada al cuello de quienes las compraron. Se puso de manifiesto, en fin, que la
España del ladrillo era un Pueblo
Potiomkin, un decorado de cartón piedra, un país de chisgarabís. Eran los
años en que un tal Chiquilicuatre, expresión de la superficialidad patria, bailaba el chikichiki en Eurovisión.
Durante todo este aquelarre, el Banco de España, entidad
reguladora del correcto funcionamiento bancario, se tapó los ojos y consintió
el abuso, la estafa y la temeridad en el crédito privado, traicionando su
cometido y amparando lo que nunca debió admitir, sin que tales faltas llevaran
a sus dos últimos gobernadores, Caruana y Fernández Ordóñez, ni al cese ni a la cárcel, como hubiera sido de justicia. Los partidos sentados en los consejos de administración de las cajas consintieron y alentaron la orgía, cada uno según el número de comisarios que les correspondían, sin que ninguno se salve. Los gobiernos ayudaron en la misma dirección, en
coyunda infame con los especuladores. Primero, el de Aznar, que decretó el
disparate de que toda España era alicatable. Después, el de Zapatero, que se
jactaba tontamente de unos éxitos económicos tan falsos como perversos, cuando ponía de oro y azul a los bancos y cajas de ahorro patrios. PP y PSOE, piezas necesarias de un
bipartidismo asfixiante, autorizaron ayudas de cientos de miles de millones de euros a una banca carcomida por la avaricia, convirtiendo porciones cada vez más grandes de deuda privada en deuda pública nacional.
El daño provocado por la crisis ha sido de una
magnitud tal que la sociedad está a punto de descoyuntarse. El Estado del
bienestar se ha ido a hacer puñetas. Nos gobiernan mediocridades al servicio de
intereses privados y bastardos. Nos acercamos al abismo de los seis
millones de parados. Se ha legalizado la esclavitud laboral y se ha condenado a
una generación al apartheid social.
No caben más barbaridades y retrocesos en menos tiempo. Sufriremos el dolor de
estas heridas durante muchos años y lamentaremos
amargamente haber consentido que el capitalismo salvaje y sus representantes dominaran nuestras
vidas.
Decíamos al comienzo de esta líneas que es muy conveniente recordar esta
historia tan aciaga porque su principal causante, la banca, no sólo no ha sido
castigada por sus fechorías sino que se dispone, por mediación de un gobierno
títere, a cobrarle a la sociedad una nueva factura con la que esquivar un
destino pompeyano.
La tapadera de este postrero intento de expolio se llamará
Banco Malo, Fondo para la Reestructuración de los Activos Financieros,
Sociedad Inmobiliaria, Financiera y de Ahorros, Entidad
Fideicomisaria para la Transformación del Guarismo Oculto o alguna mandanga similar,
porque cuando se trata de robar a gran escala no hay gónadas para llamar a las
cosas por su nombre. No hay que descrismarse para averiguar qué
demonches se ocultará detrás del eufemismo apocado, porque es claro como la
luz del sol que la banca, una vez más, precisa saquear el bolsillo ajeno para
evitar la quiebra propia. Con el banco malo, que es un concentrado de la
maldad bancaria, se busca convertir la deuda privada de las entidades
financieras en deuda de todos, que pagaremos aunque no podamos, así muramos en
el intento.
La triquiñuela es simple: hay que sacar de los balances de
los bancos la basura que han acumulado tras años de mentiras y estafas, para
evitar que su peso los hunda irremediablemente. Para lograr tal propósito es
menester encontrar a un imbécil dispuesto a comprar la quincalla almacenada a precio de
oro molido. Encontrado el incauto proclive al sablazo, los bancos ingresarán
miles de millones de euros por la venta de unos desechos sin futuro. Realizada
la operación, bancos y cajas, ya sin deuda y liberados del riesgo, dejarán de
consumir capital propio con el que dotar reservas abrumadoras, mejorarán sus balances
y se consolidarán para seguir haciendo lo que mejor saben: atracar a las
personas. Hoy como ayer, los bancos reclaman una nueva bandera para ejercer la
piratería con apariencia de legalidad. Y hoy como ayer, el gobierno parece
dispuesto a concedérsela una vez más.
Se advierte que para perpetrar este latrocinio a gran escala es preciso
determinar dos cosas: quién es el primo al que se le va a colocar la mercancía
averiada y a cuánto asciende el sablazo que se la va endiñar.
El gobierno de Rajoy, a través del exbanquero De Guindos y en concurso con las entidades financieras más deterioradas, entre ellas la
Bankia mangoneada por todas las familias del PP madrileño con el consentimiento de un consejero de IU, un tal Moral Santín, al que aún no le ha sido separada la cabeza del tronco, ha elegido dos posibles víctimas a las
que endosarles el tocomocho del ladrillo: los contribuyentes de la UE o los
españoles en solitario. Dos vías existen para hacerlo: que el sablazo se pague
con cargo al Fondo de Estabilidad Financiera o que la factura se
traspase a los Presupuestos Generales del Estado. Lo primero es
altamente improbable. Para empezar, porque los recursos del fondo de
estabilidad sólo pueden ir destinados a ayudar a los gobiernos y nunca a
entidades privadas. Y, después, porque no resulta creíble que los gobiernos
europeos estén dispuestos a pedirles a sus contribuyentes que paguen los
excesos de la banca española. Se perfila como favorita, por tanto, la segunda opción, esto
es, que sea el contribuyente español, aquel al que se le recortan salarios,
prestaciones y derechos, el que con engaños y fullerías pague a un precio
inaudito la chatarra que la banca desprecia. Algún bienaventurado podría
pensar que esta tropelía no es posible, ya que el gobierno no parece dispuesto
a admitir que el gasto público aumente el déficit público. Pero hete aquí que
un truco contable permite que se obre el milagro consistente en que regalar
dinero a la banca no eleva el déficit, por más que tal gasto, tan real como la vida misma, se haga sin ninguna seguridad de devolución posterior. Posible el ardid, el gobierno esquilmará un presupuesto famélico para
rescatar a los bancos una vez más. Los miles de millones de euros empleados en
tal menester obligarán a cerrar más hospitales, despedir a más trabajadores,
subir más los impuestos y empobrecer más a la población.
La brutalidad de la medida es tal que el gobierno de Rajoy correrá a ocultarla con
humaredas tales como que lo que se da es un préstamo de seguro cobro o que, al
menos en parte, una porción del dinero de la operación saldrá del Fondo de
Reestructuración Ordenada Bancaria, como si las tres cuartas partes del
FROB no se nutrieran con capital público y el 25% restante, aportado por los
bancos, no se atesorase sino para garantizar los ahorros de los depósitos de sus clientes en caso de quiebra. Dicho todo lo anterior, es obvio que Rajoy procurará que nadie entienda palabra del engaño planeado porque de descubrirse,
el escándalo y la indignación serían mayúsculos. La sociedad, que echa réspices
y truenos por la boca, ya no está para estos bollos indigestos.
Al problema de la determinación del “pagano”, protagonista de esta opera bufa, se añade otro no menos importante: fijar el guarismo. ¿A
cuánto se eleva el pufo de la banca española o, en otras palabras, cuánto mide
el diámetro del boquete bancario que hay que tapar con el sufrimiento de los contribuyentes? Empecemos diciendo que llama poderosamente la atención que no
exista una cifra indiscutida sobre una cuestión tan capital, y que las
publicadas no tengan nada que ver unas con otras (entre 50.000 y 180.000
millones de euros, según quien hable y opine). Sea cual fuere la cifra, los banqueros nos mienten con total
desvergüenza, puesto que a mayor quebranto reconocido más cuantiosas habrán de
ser unas provisiones que no pueden dotar (de ahí que los bancos se nieguen a
vender a precio de mercado las viviendas que atesoran, siendo su cantidad, por
cierto, otro misterio sin desvelar). La magnitud del sablazo a
propinar asusta, especialmente ahora que el sableado, pálido y exangüe, no está para más estocadas, porque bien pudiera ocurrir que el país no resista tanta operación de saneamiento ajeno y que se despeñe definitivamente por el boquete de la deuda. Muy pronto se verá.
Vivimos tiempos de
recortes, de privaciones y de estrecheces inaceptables para casi todos, excepto
para los bancos, defraudadores y demás fauna, que disfrutan de crédito público ilimitado para tapar
sus abusos y miserias. Vida aperreada para la mayoría y de confort para los ladrones de
guante blanco, a los que se amnistía graciosamente: esta es la receta de un gobierno, el de Rajoy, que prometió, no lo olvidemos, que jamás ayudaría a la banca con dinero público.
El país se desmaya, la sociedad se desangra, no hay
crédito productivo, los ahorros de los ciudadanos peligran y el consumo cae a niveles desconocidos. En frase lapidaria, la mayoría sufre lo indecible mientras los banqueros y sus amigos siguen vistiendo trajes de alpaca de la sastrería Brioni,
beben Cuvée 1888 y se fuman un Montecristo Grand Edmundo después
de embutirse la comilona de rigor. Vida descansada para la élite y vengan penas para el resto.
Cuatro cifras terribles se van a cruzar muy pronto en el
horizonte económico nacional, como trayectorias de cometas que anuncian conmociones y símbolos
de una España fallida: seis millones de parados, seis millones de viviendas
vacías, dos millones de personas desahuciadas y casi doce millones de pobres o
en riesgo de exclusión social. El día en que se crucen los cursos de estos astros traspasaremos una frontera hacia lo desconocido.
Terminemos con una recomendación que viene muy a cuento: la lectura de una obra del injustamente olvidado Pedro Luis de Gálvez, fusilado por el franquismo tras la guerra civil, titulada El sable. Arte y modos de sablear. Este libro viene muy a propósito tras lo aquí dicho. Por él conoceremos el genio de una práctica, la del sablista, propia de poetas raídos y de filósofos que viven al pelo, que los banqueros han degradado irremediablemente. Tantos años de estudio en escuelas de negocios no han pulido sus modales. Por eso, nuestros banqueros acostumbran a dar el sablazo con la intermediación de un figurante en vez de hacerlo a cara descubierta, como reclama la ética del sablista auténtico y verdadero. Definitivamente, un país que no respeta a sus clásicos está perdido.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares