Llegó la hora, es el momento de que las cosas cambien

18 de Noviembre de 2010

UN SALUDO A TODOS LOS CIUDADANOS AZUDENSES QUE CREEN QUE LLEGÓ EL MOMENTO DEL CAMBIO

La crisis económica y social amarga nuestras vidas. No es la primera vez que ocurre algo así. En el siglo XIX, desde la primera convulsión del capitalismo allá por 1848, las crisis económicas se sucedieron con una regularidad que impresiona hasta sumar cinco episodios, uno por década. En el siglo XX el capitalismo generó otras seis grandes crisis (1906, 1920, 1929, 1973, 1992 y 2000) y una de ellas, la Gran Depresión, desembocó en la mayor carnicería de la historia de la humanidad bajo la forma de guerra mundial, totalitarismos y holocausto. En el siglo que acaba de comenzar padecemos otra crisis especialmente virulenta y equiparable en parte a la crisis del 29: la que estalló entre los años 2007-2008. El balance general que nos brinda la historia del capitalismo es, por lo tanto, muy claro: doce crisis en poco más de siglo y medio o, lo que es lo mismo, aproximadamente una crisis económica cada catorce años.

Todas estas crisis tienen puntos en común y, sobre todo, un desenlace idéntico: sus consecuencias inmediatas las pagaron siempre los más desfavorecidos.

Además de ser intrínsecamente inestable, el capitalismo ha dejado en la cuneta al 80% de la población mundial. El capitalismo, por tanto, es un sistema económicamente ineficiente porque no es capaz de sastisfacer las necesidades básicas de los seres humanos, a lo que une su condición de depredador de los recursos de un planeta que ya no aguanta más y que está comenzando a rebelarse contra la humanidad.

En la actualidad los grandes partidos nacionales se han convertido, por convicción o por impotencia, en abanderados de una visión del capitalismo singularmente dañina: el neoliberalismo. Parece que les importe más el bienestar del gran capital que el de los ciudadanos. Esos partidos aprueban paquetes multimillonarios de ayudas para una banca codiciosa e irresponsable mientras que endurecen la legislación laboral, rebajan el sueldo a los trabajadores y anuncian la reducción de las pensiones.

Para mantener sus cuotas de poder esos partidos mantienen un tinglado, el del bipartidismo, que pervierte el ideal representativo de la democracia. Para ello cuentan con la inestimable ayuda de pequeñas formaciones nacionalistas que, a cambio, reciben cuotas de poder muy por encima de la realidad social y política a la que representan. Obviamente, en este juego de suma cero, quien sale perdiendo es Izquierda Unida ya que el exceso de representación del PSOE, del PP y de los nacionalistas es el resultado del robo de la representación política que legítimamente deberíamos tener.

En Izquierda Unida de Azuqueca de Henares estamos convencidos de que el cambio no es una opción sino una obligación. El tiempo se agota y el margen se estrecha. Estamos llegando al límite físico de un sistema que atenta gravemente contra el equilibrio ecológico, la justicia, la igualdad y la paz social. El número de ciudadanos conscientes de esta realidad tan grave aumenta a diario aunque su voz no se escucha aún lo suficiente.

Por eso hemos creado este blog. En él los miembros de la candidatura de Izquierda Unida de Azuqueca de Henares y otros afiliados de nuestra organización expondremos nuestras reflexiones y propuestas para contribuir a una discusión serena sobre los graves retos a los que hemos de hacer frente, tanto a nivel general como local.

Pretendemos animar un debate social pervertido por gente que se escuda en el anonimato que proporciona internet para insultar cobardemente al adversario, por tertulias escandalosas y por mercenarios de la opinión que cobran por envenenar las conciencias. ¡Basta ya de rebuznos, de groserías, de zafiedad y de silencios cómplices!

Hay quienes considerarán que nuestros objetivos son muy ambiciosos. Cierto. Pero la urgencia de afrontarlos no es menor que la magnitud del desafío ante el que hemos de medirnos.

Concluyamos esta presentación con una frase inmortal de nuestro Francisco de Quevedo que, a pesar del tiempo transcurrido desde que se escribió, viene muy a punto: si quieres leernos "léenos, y si no, déjalo, que no hay pena para quien no nos leyere."

Consejo Político Local de IU

domingo, 20 de mayo de 2012

El desastre del PP

Consejo de Ministros=Viernes de terror

El pasado 20 de noviembre, una parte importante de la sociedad española creyó ilusamente en el “cambio” prometido por el PP. Tal opinión se fundaba en el cansancio ante las mentiras, traiciones y entreguismo del gobierno del PSOE a los mercaderes invisibles y a la Alemania de la CDU, país que, de nuevo, se ha arrogado, con la ayuda de Sarkozy, la condición de “potencia de orden” europea.

El 20 de noviembre se volvía a cumplir en nuestro país el precepto no escrito que afirma que las elecciones no las gana una oposición brillante sino que las pierde un gobierno inútil. No se alcanza el gobierno en España por los méritos y ejemplaridad de los aspirantes sino por los fracasos, desgastes y mentiras de los gobernante, de modo que las elecciones, en vez de seleccionar buenos dirigentes, sirven para despedir a los malos dirigentes.    

Los que votaron al Partido Popular, a excepción de los convencidos y de los partidarios de la revancha como forma de vida, pensaban que este partido “iba hacer las cosas mejor, más limpiamente, con coordinación y con más eficacia”, que “crearía empleo, no abarataría el despido, respetaría los derechos sociales, no subiría impuestos y, además, perseguiría el fraude fiscal”. Con estas propuestas tan esperanzadoras, España saldría de la crisis “más pronto que tarde”. Cuántas veces se escuchó en vísperas de las elecciones la frase “hace falta un cambio”, aun cuando tal cosa significara escapar del fuego del PSOE  para caer en las brasas del PP.

Las promesas del PP germinaron en una ciudadanía con una débil conciencia social y con una raquítica cultura política, que ansiaba superar la crisis de manera infantil, mágica, supersticiosa. Además, la batalla de la opinión pública había sido ganada por los medios de desinformación de la derecha, que llevaban años disparando fuego graneado contra el gobierno y contra la izquierda en general. La ofensiva mediática había conseguido reblandecer las meninges de una ciudadanía indefensa que no sentía ningún remordimiento cuando confesaba que su principal actividad de ocio consistía en enchufarse a la televisión para tragarse el último cotilleo o la enésima bobada: “si no leo, no sufro y si no me informo, no pongo en peligro mis inexistentes principios”. Con este panorama y con la ayuda de una ley electoral malversadora de la representación, la mayoría absoluta era segura.

En diciembre, el nuevo ejecutivo se puso manos a la obra. Con un Presidente del Gobierno oculto tras un discurso engañoso que desmentía su programa electoral y un Consejo de Ministros que traía la lección bien aprendida de que hay que tapar al jefe pase lo que pase, era previsible lo que estaba por venir.

Cumplidos los cien primeros días de su mandato, el Gobierno de Mariano Rajoy presenta una ejecutoria inigualable: ha desmantelado los servicios públicos básicos, poniendo en grave riesgo la vida de cientos de miles de  personas, especialmente las más débiles, ha subido los impuestos a quienes ya los pagan hasta extremos confiscatorios, ha abaratado el despido a un límite insultante, ha volteado el Derecho Laboral y el ya debilitado Estatuto de los Trabajadores llevando a la burla la relación asimétrica entre trabajador y empresario, ha elevado la tasa de desempleo al 25% y bajo el eufemismo de “regularizar fiscalmente los activos ocultos”, no sólo amnistía al defraudador (que es la carcoma de los servicios públicos y pesadilla de la guardia civil de aduanas) sino que da pábulo a lo peor de la delincuencia internacional, con el argumento capcioso de que así se obtendrá “una mayor recaudación” de dinero muchas veces manchado de sangre. Nunca antes un Gobierno había destrozado tanto en tan poco tiempo.

Nada sorprende en estos tiempos de tinieblas. El “credo neoliberal” (responsable ideológico de la crisis que padecemos) y sus vástagos, las políticas de ajuste duro, se toman como un dogma. La primera regla del catecismo de desvaríos que rige a la derechona que nos manda es que para salir de la crisis hay que aplicar recortes, no importa lo traumáticos que sean, con el fin de aliviar el peso del déficit y de la deuda. La mentira de este principio es manifiesta: los recortes debilitan la economía, provocan la caída de la recaudación y aumentan el paro, conduciéndonos a una espiral de crisis cada vez más profunda, con el consiguiente aumento del déficit y de la deuda en porcentajes del PIB, precisamente lo que se quería evitar. Además, los recortes brutales destruyen los lazos de la sociedad y crean sufrimiento colectivo, con unas consecuencias incalculables en el futuro.

Los ajustes del PP son un disparate porque el pago por intereses a los bancos va a aumentar de nuevo este año, hasta alcanzar los 30 mil millones de euros aproximadamente, cantidad superior a la suma de todos los recortes incluidos en unos Presupuestos Generales del Estado que podemos calificar como los más infames y efímeros de nuestra historia. Los señores del PP pretenden hacernos creer que “no hay alternativas” a un dogma estúpido, y que debemos resignarnos mansamente a escuchar el parte de guerra que el Consejo de Ministros nos lee cada viernes, en el que la Vicepresidenta anuncia con frialdad y desprecio a cuántos ciudadanos toca sacrificar ante el altar de los acreedores internacionales.

Asoma en todo este espectáculo macabro la verdadera naturaleza del capitalismo actual. Es menester que no cese la transfusión de riqueza colectiva a los bancos y a los grupos financieros en dificultades, aunque para ello haya que destruir la educación, la sanidad, la cultura, la investigación, los subsidios por desempleo, la ayuda al desarrollo y los servicios sociales. La crisis descubre que el objetivo es uno y sólo uno: condenar a las personas para salvar a la banca privada. Se entiende ahora, con la perspectiva del desastre acumulado, el entendimiento traicionero del pasado mes de agosto entre el PSOE y el PP para reformar la Constitución, elevando a exigencia constitucional que la primera obligación del Estado español consiste en pagar a sus acreedores y no en dar de comer a sus ciudadanos.

Desafía a la lógica que el Gobierno, el BCE y el FMI callen cuando su “modelo neoliberal” salta por los aires, como ha sucedido en Irlanda o Grecia. Lejos de rectificar, argumentan que tal hecho se debe a que el ajuste no ha sido suficiente. En resumen, que hay que “cavar aún más hondo” para ver la luz. Desde luego que vivimos tiempos en los que los locos pasan por cuerdos y los cuerdos son encerrados en el manicomio por los asesinos.

La repetición constante en los medios de desinformación de este catecismo (aceptado por casi toda la derecha y por los que, aparentando ser de izquierdas, se brindaron a empuñar sin contemplaciones la tijera del recorte) le confiere una carga tal de intimidación que ahoga las tentativas de reflexión libre, dificultando extremadamente la resistencia contra esta nueva forma de oscurantismo. Poco importa que tanto unos como otros, convencidos y conversos, no puedan ofrecer una defensa empírica del mundo que están destruyendo. Lo importante no es la realidad sino cómo se construye una mentira que, a fuerza de insistir, pasa por verdadera.
  
Esta “economía de saqueo de lo público y de lo colectivo” no es más que el robo legalizado e institucionalizado de la riqueza mundial que pertenece a miles de millones de personas, que pasa a manos de unos mercaderes que tienen nombres, apellidos, dirección y teléfono. El latrocinio tiene en cada país sus propias y terribles consecuencias en forma de tragedias sociales y dramas humanos, como el suicidio, el pasado mes de abril, de un jubilado sin recursos en Grecia. El sistema capitalista ha fracasado y ahora se muestra tal cual, sin complejos ni subterfugios.

A pesar de la propaganda, una cosa queda clara: las causas de esta crisis no se encuentran ni en los centros educativos ni en sus estudiantes, ni en los hospitales ni en los enfermos, ni en los servicios sociales ni, mucho menos, en nuestro sistema de relaciones laborales. La crisis que padecemos tiene por origen el sistema financiero internacional, que en España ha intensificado sus efectos sobre el desempleo al coincidir con el estallido de la burbuja inmobiliaria.

La solución a los problemas económicos que nos aquejan diariamente no pasa por laminar las bases de nuestro Estado de Bienestar, ni por imponer vías de ajuste rápidas a través de despidos y empleos precarios, sino por desarrollar las políticas que mejoren nuestro crecimiento y competitividad sin lesionar derechos sociales que son patrimonio del conjunto de la sociedad española.

España precisa una política de crecimiento de la que se derive la estabilidad presupuestaria. Hoy esa agenda contra la crisis es una evidencia que se manifiesta con fuerza creciente en Europa, aunque el Gobierno de España siga ignorándola, lo que pone de manifiesto que nuestro Presidente y sus ministros sirven a otros intereses y no a los generales de la sociedad española.

Existen demasiadas evidencias, y el caso español es una de ellas, de que intensificar el ajuste presupuestario sin política de crecimiento conduce a la recesión, al desemplo masivo, a una mayor desigualdad y, por tanto, a dificultar que se alcance un equilibrio estructural de nuestras cuentas públicas.

En definitiva, empeñarse en ajustar más la soga al cuello del ahorcado demuestra intenciones homicidas.

Vivimos tiempos en los que los gobiernos representan los intereses de las grandes fortunas y las grandes empresas, y en los que el bienestar social es destruido para intentar satisfacer la voracidad infinita de unos mercados sin alma ni corazón.

María José Pérez Salazar es miembro del Consejo Político Local de IU de Azuqueca de Henares

martes, 8 de mayo de 2012

Banco malo hablar con lengua de serpiente



La historia es bien conocida, aunque es preciso recordarla para mejor enjuiciar una decisión con la que, cuando menos lo esperemos, nos va a atizar el gobierno para salvar a quienes gobiernan de verdad: los banqueros.

Durante una década (1997-2007) las entidades financieras españolas concedieron créditos-hipotecarios imposibles que inflaron la burbuja inmobiliaria hasta el reventón final, ocurrido hace cuatro años. Mientras fluían montañas de crédito en pos de una actividad tan inútil como amontonar ladrillos recochos y acumular solares en medio de la nada, los bancos repartieron dividendos de película, festejaron ampliaciones temerarias y remuneraron a sus directivos con primas de escándalo. Algo parecido ocurrió en otros países, los EEUU, Islandia e Irlanda especialmente, aunque la extensión del mal ejemplo no es consuelo con el que justificar nuestra particular ruina.

La especulación del suelo alimentaba la especulación del crédito. Ambas demandaban ejércitos de albañiles, arquitectos, aparejadores, ferrallistas, soladores, notarios y demás oficios relacionados con el arte de levantar tabiques, acrecentando la superstición de que en España se había descubierto una nueva forma de producir riqueza: que los inmuebles y los solares siempre suben de precio y que mover dinero de un lado para otro, sin más, es manantial inagotable de prosperidad. 

La avaricia, que es un fuerte disolvente de la moralidad, hizo que la locura se volviera colectiva. Muchas personas de pocos medios, alucinadas por los espejismos del capitalismo popular y por las ofertas y mentiras de los bancos, firmaron créditos hipotecarios para comprar un bien sobrevalorado, en el ingenuo convencimiento de que adquirían un seguro que les resguardaba ante la adversidad futura. Otras, con más posibles, se sumaron al casino inmobiliario para vender por la noche lo que habían comprado por la mañana, ganando en unas horas lo que no proporcionaba ningún salario procedente de un trabajo honrado. Todos los jugadores del monopoly inmobiliario, tanto los que tenían medios como los que no, compraban a crédito, suponiendo ingenuamente que devolverían la deuda con cargo a revalorizaciones milagrosas o merced a una venta satisfactoria de un bien inmune a la devaluación.

Mientras la multitud creyó esta pamema, la rueda de la fortuna giró enloquecida. España se llenó de coches de lujo. Las grúas se levantaban hasta en el más humilde descampado. Se puso de moda tener un rottweiler, viajar al Caribe, ir de compras de fin de semana a Nueva York, cobrar en “b”, dejarse corromper y manejar resmas de 500 euros en transacciones inconfesables. Nuestro país se llenó de horteras, la vulgaridad lo infestó todo y la corrupción, compañera inseparable de la podredumbre de la moral pública, se hizo endémica.

Cuanto mayor era la especulación, mayores eran también los incentivos y premios para los que la promovían (banqueros, promotores inmobiliarios, tasadores, brókers, notarios, políticos complacientes y resto de comisionistas). A mayores incentivos, más se hinchaba la burbuja y, con ella, el riesgo de las entidades de crédito, que acumulaban como contravalor de sus préstamos temerarios unos bienes, inmuebles y solares, a los que se les confería la propiedad milagrosa de aumentar su precio de manera constante.

Pero cuando estalló la burbuja, la verdad se abrió paso. Súbitamente se derrumbaron las valoraciones ficticias de los activos que respaldaban los créditos concedidos. Una buena mañana, los mismos bancos que en la víspera celebraban resultados extraordinarios advirtieron que los avales y operaciones que sostenían sus realizaciones eran puro humo. Sus balances valían mucho menos de lo admitido, reflejaban una riqueza que no tenían y registraban un agujero contable capaz de tragárselo todo. Además, cada banquero sabía que sus colegas de la competencia eran unos trampalargas a los que no se les debía dar ni la hora por riesgo a perder el reloj y el gemelo de la camisa en el acto petitorio. Reo de la desconfianza, el crédito interbancario se esfumó y lo que antes era una actividad lucrativa, construir pisitos y traficar con solares, se convirtió en ruina y tumba de la economía nacional. La banca, queridos lectores, estaba hecha harina. Consiguientemente, vino lo inevitable. La marabunta de oficios que vivían del ladrillo se descompuso. El paro se disparó hasta niveles de emergencia. Comenzaron los impagos de las deudas hipotecarias. El ciudadano medio pasó de la berlina de lujo adquirida en leasing, factoring o renting, al utilitario de segunda mano de dos mil eurillos pagados al contado en billetes de cinco euros. Los rottweiler, antaño cariñosos, mordían a sus dueños. Los fajos de 500 euros volaban hacia las Caimán, Suiza, Alemania o las Feroe. Cientos de miles de familias comenzaron a ser desahuciadas de unas viviendas que ya no eran un seguro de vida sino una piedra atada al cuello de quienes las compraron. Se puso de manifiesto, en fin, que la España del ladrillo era un Pueblo Potiomkin, un decorado de cartón piedra, un país de chisgarabís. Eran los años en que un tal Chiquilicuatre, expresión de la superficialidad patria, bailaba el chikichiki en Eurovisión. 

Durante todo este aquelarre, el Banco de España, entidad reguladora del correcto funcionamiento bancario, se tapó los ojos y consintió el abuso, la estafa y la temeridad en el crédito privado, traicionando su cometido y amparando lo que nunca debió admitir, sin que tales faltas llevaran a sus dos últimos gobernadores, Caruana y Fernández Ordóñez, ni al cese ni a la cárcel, como hubiera sido de justicia. Los partidos sentados en los consejos de administración de las cajas consintieron y alentaron la orgía, cada uno según el número de comisarios que les correspondían, sin que ninguno se salve. Los gobiernos ayudaron en la misma dirección, en coyunda infame con los especuladores. Primero, el de Aznar, que decretó el disparate de que toda España era alicatable. Después, el de Zapatero, que se jactaba tontamente de unos éxitos económicos tan falsos como perversos, cuando ponía de oro y azul a los bancos y cajas de ahorro patrios. PP y PSOE, piezas necesarias de un bipartidismo asfixiante, autorizaron ayudas de cientos de miles de millones de euros a una banca carcomida por la avaricia, convirtiendo porciones cada vez más grandes de deuda privada en deuda pública nacional. 

El daño provocado por la crisis ha sido de una magnitud tal que la sociedad está a punto de descoyuntarse. El Estado del bienestar se ha ido a hacer puñetas. Nos gobiernan mediocridades al servicio de intereses privados y bastardos. Nos acercamos al abismo de los seis millones de parados. Se ha legalizado la esclavitud laboral y se ha condenado a una generación al apartheid social. No caben más barbaridades y retrocesos en menos tiempo. Sufriremos el dolor de estas heridas durante muchos años y lamentaremos amargamente haber consentido que el capitalismo salvaje y sus representantes dominaran nuestras vidas.

Decíamos al comienzo de esta líneas que es muy conveniente recordar esta historia tan aciaga porque su principal causante, la banca, no sólo no ha sido castigada por sus fechorías sino que se dispone, por mediación de un gobierno títere, a cobrarle a la sociedad una nueva factura con la que esquivar un destino pompeyano.

La tapadera de este postrero intento de expolio se llamará Banco Malo, Fondo para la Reestructuración de los Activos Financieros, Sociedad Inmobiliaria, Financiera y de Ahorros, Entidad Fideicomisaria para la Transformación del Guarismo Oculto o alguna mandanga similar, porque cuando se trata de robar a gran escala no hay gónadas para llamar a las cosas por su nombre. No hay que descrismarse para averiguar qué demonches se ocultará detrás del eufemismo apocado, porque es claro como la luz del sol que la banca, una vez más, precisa saquear el bolsillo ajeno para evitar la quiebra propia. Con el banco malo, que es un concentrado de la maldad bancaria, se busca convertir la deuda privada de las entidades financieras en deuda de todos, que pagaremos aunque no podamos, así muramos en el intento.

La triquiñuela es simple: hay que sacar de los balances de los bancos la basura que han acumulado tras años de mentiras y estafas, para evitar que su peso los hunda irremediablemente. Para lograr tal propósito es menester encontrar a un imbécil dispuesto a comprar la quincalla almacenada a precio de oro molido. Encontrado el incauto proclive al sablazo, los bancos ingresarán miles de millones de euros por la venta de unos desechos sin futuro. Realizada la operación, bancos y cajas, ya sin deuda y liberados del riesgo, dejarán de consumir capital propio con el que dotar reservas abrumadoras, mejorarán sus balances y se consolidarán para seguir haciendo lo que mejor saben: atracar a las personas. Hoy como ayer, los bancos reclaman una nueva bandera para ejercer la piratería con apariencia de legalidad. Y hoy como ayer, el gobierno parece dispuesto a concedérsela una vez más.

Se advierte que para perpetrar este latrocinio a gran escala es preciso determinar dos cosas: quién es el primo al que se le va a colocar la mercancía averiada y a cuánto asciende el sablazo que se la va endiñar.

El gobierno de Rajoy, a través del exbanquero De Guindos y en concurso con las entidades financieras más deterioradas, entre ellas la Bankia mangoneada por todas las familias del PP madrileño con el consentimiento de un consejero de IU, un tal Moral Santín, al que aún no le ha sido separada la cabeza del tronco, ha elegido dos posibles víctimas a las que endosarles el tocomocho del ladrillo: los contribuyentes de la UE o los españoles en solitario. Dos vías existen para hacerlo: que el sablazo se pague con cargo al Fondo de Estabilidad Financiera o que la factura se traspase a los Presupuestos Generales del Estado. Lo primero es altamente improbable. Para empezar, porque los recursos del fondo de estabilidad sólo pueden ir destinados a ayudar a los gobiernos y nunca a entidades privadas. Y, después, porque no resulta creíble que los gobiernos europeos estén dispuestos a pedirles a sus contribuyentes que paguen los excesos de la banca española. Se perfila como favorita, por tanto, la segunda opción, esto es, que sea el contribuyente español, aquel al que se le recortan salarios, prestaciones y derechos, el que con engaños y fullerías pague a un precio inaudito la chatarra que la banca desprecia. Algún bienaventurado podría pensar que esta tropelía no es posible, ya que el gobierno no parece dispuesto a admitir que el gasto público aumente el déficit público. Pero hete aquí que un truco contable permite que se obre el milagro consistente en que regalar dinero a la banca no eleva el déficit, por más que tal gasto, tan real como la vida misma, se haga sin ninguna seguridad de devolución posterior. Posible el ardid, el gobierno esquilmará un presupuesto famélico para rescatar a los bancos una vez más. Los miles de millones de euros empleados en tal menester obligarán a cerrar más hospitales, despedir a más trabajadores, subir más los impuestos y empobrecer más a la población. La brutalidad de la medida es tal que el gobierno de Rajoy correrá a ocultarla con humaredas tales como que lo que se da es un préstamo de seguro cobro o que, al menos en parte, una porción del dinero de la operación saldrá del Fondo de Reestructuración Ordenada Bancaria, como si las tres cuartas partes del FROB no se nutrieran con capital público y el 25% restante, aportado por los bancos, no se atesorase sino para garantizar los ahorros de los depósitos de sus clientes en caso de quiebra. Dicho todo lo anterior, es obvio que Rajoy procurará que nadie entienda palabra del engaño planeado porque de descubrirse, el escándalo y la indignación serían mayúsculos. La sociedad, que echa réspices y truenos por la boca, ya no está para estos bollos indigestos.

Al problema de la determinación del “pagano”, protagonista de esta opera bufa, se añade otro no menos importante: fijar el guarismo. ¿A cuánto se eleva el pufo de la banca española o, en otras palabras, cuánto mide el diámetro del boquete bancario que hay que tapar con el sufrimiento de los contribuyentes? Empecemos diciendo que llama poderosamente la atención que no exista una cifra indiscutida sobre una cuestión tan capital, y que las publicadas no tengan nada que ver unas con otras (entre 50.000 y 180.000 millones de euros, según quien hable y opine). Sea cual fuere la cifra, los banqueros nos mienten con total desvergüenza, puesto que a mayor quebranto reconocido más cuantiosas habrán de ser unas provisiones que no pueden dotar (de ahí que los bancos se nieguen a vender a precio de mercado las viviendas que atesoran, siendo su cantidad, por cierto, otro misterio sin desvelar). La magnitud del sablazo a propinar asusta, especialmente ahora que el sableado, pálido y exangüe, no está para más estocadas, porque bien pudiera ocurrir que el país no resista tanta operación de saneamiento ajeno y que se despeñe definitivamente por el boquete de la deuda. Muy pronto se verá.

Vivimos tiempos de recortes, de privaciones y de estrecheces inaceptables para casi todos, excepto para los bancos, defraudadores y demás fauna, que disfrutan de crédito público ilimitado para tapar sus abusos y miserias. Vida aperreada para la mayoría y de confort para los ladrones de guante blanco, a los que se amnistía graciosamente: esta es la receta de un gobierno, el de Rajoy, que prometió, no lo olvidemos, que jamás ayudaría a la banca con dinero público.

El país se desmaya, la sociedad se desangra, no hay crédito productivo, los ahorros de los ciudadanos peligran y el consumo cae a niveles desconocidos. En frase lapidaria, la mayoría sufre lo indecible mientras los banqueros y sus amigos siguen vistiendo trajes de alpaca de la sastrería Brioni, beben Cuvée 1888 y se fuman un Montecristo Grand Edmundo después de embutirse la comilona de rigor. Vida descansada para la élite y vengan penas para el resto.

Cuatro cifras terribles se van a cruzar muy pronto en el horizonte económico nacional, como trayectorias de cometas que anuncian conmociones y símbolos de una España fallida: seis millones de parados, seis millones de viviendas vacías, dos millones de personas desahuciadas y casi doce millones de pobres o en riesgo de exclusión social. El día en que se crucen los cursos de estos astros traspasaremos una frontera hacia lo desconocido.

Terminemos con una recomendación que viene muy a cuento: la lectura de una obra del injustamente olvidado Pedro Luis de Gálvez, fusilado por el franquismo tras la guerra civil, titulada El sable. Arte y modos de sablear. Este libro viene muy a propósito tras lo aquí dicho. Por él conoceremos el genio de una práctica, la del sablista, propia de poetas raídos y de filósofos que viven al pelo, que los banqueros han degradado irremediablemente. Tantos años de estudio en escuelas de negocios no han pulido sus modales. Por eso, nuestros banqueros acostumbran a dar el sablazo con la intermediación de un figurante en vez de hacerlo a cara descubierta, como reclama la ética del sablista auténtico y verdadero. Definitivamente, un país que no respeta a sus clásicos está perdido.

Emilio Alvarado Pérez es portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares