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Consejo de Ministros=Viernes de terror |
El pasado 20 de noviembre, una parte
importante de la sociedad española creyó ilusamente en el “cambio” prometido
por el PP. Tal opinión se fundaba en el cansancio ante las mentiras, traiciones
y entreguismo del gobierno del PSOE a los mercaderes invisibles y a la Alemania
de la CDU, país que, de nuevo, se ha arrogado, con la ayuda de Sarkozy, la
condición de “potencia de orden” europea.
El 20 de noviembre se volvía a cumplir en nuestro país
el precepto no escrito que afirma que las elecciones no las gana una oposición brillante sino que
las pierde un gobierno inútil. No se alcanza el gobierno en España por los méritos y ejemplaridad de los aspirantes sino por los fracasos, desgastes y mentiras de los gobernante, de modo que las elecciones, en vez de seleccionar buenos dirigentes, sirven para despedir a los malos dirigentes.
Los que votaron al Partido
Popular, a excepción de los convencidos y de los partidarios de la revancha como forma de vida,
pensaban que este partido “iba hacer las cosas mejor, más limpiamente, con
coordinación y con más eficacia”, que “crearía empleo, no abarataría el
despido, respetaría los derechos sociales, no subiría impuestos y, además, perseguiría el fraude fiscal”. Con estas propuestas tan
esperanzadoras, España saldría de la crisis “más pronto que tarde”. Cuántas
veces se escuchó en vísperas de las elecciones la frase “hace falta un cambio”, aun cuando tal cosa significara escapar del
fuego del PSOE para caer en las brasas del PP.
Las promesas del PP germinaron en
una ciudadanía con una débil conciencia social y con una raquítica cultura
política, que ansiaba superar la crisis de manera infantil, mágica, supersticiosa. Además, la batalla de la
opinión pública había sido ganada por los medios de desinformación de la derecha, que
llevaban años disparando fuego graneado contra el gobierno y contra la
izquierda en general. La ofensiva mediática había conseguido reblandecer las
meninges de una ciudadanía indefensa que no sentía ningún remordimiento cuando
confesaba que su principal actividad de ocio consistía en enchufarse a la
televisión para tragarse el último cotilleo o la enésima bobada: “si no leo, no sufro y si no me
informo, no pongo en peligro mis inexistentes principios”. Con este panorama y con la ayuda de una ley
electoral malversadora de la representación, la mayoría absoluta era
segura.
En diciembre, el nuevo ejecutivo
se puso manos a la obra. Con un Presidente del Gobierno oculto tras un discurso
engañoso que desmentía su programa electoral y un Consejo de Ministros que
traía la lección bien aprendida de que hay que tapar al jefe pase lo que pase, era previsible lo que estaba por venir.
Cumplidos los cien primeros días de su mandato, el Gobierno de Mariano Rajoy presenta
una ejecutoria inigualable: ha desmantelado los servicios públicos básicos,
poniendo en grave riesgo la vida de cientos de miles de personas, especialmente las más débiles, ha subido los impuestos a quienes ya
los pagan hasta extremos confiscatorios, ha abaratado el despido a un límite insultante, ha volteado el Derecho Laboral y el ya
debilitado Estatuto de los Trabajadores llevando a la burla la relación
asimétrica entre trabajador y empresario, ha elevado la tasa de desempleo al
25% y bajo el eufemismo de “regularizar fiscalmente los activos ocultos”, no sólo amnistía al defraudador (que
es la carcoma de los servicios públicos y pesadilla de la guardia civil de aduanas) sino que da pábulo a lo peor de la
delincuencia internacional, con el argumento capcioso de que así se obtendrá “una
mayor recaudación” de dinero muchas veces manchado de sangre. Nunca antes un Gobierno había destrozado tanto en tan
poco tiempo.
Nada sorprende en estos
tiempos de tinieblas. El “credo neoliberal” (responsable ideológico de la crisis que
padecemos) y sus vástagos, las políticas de ajuste duro, se toman como un dogma.
La primera regla del catecismo de desvaríos que rige a la derechona que nos manda es que para salir de la crisis
hay que aplicar recortes, no importa lo traumáticos que sean, con el fin de
aliviar el peso del déficit y de la deuda. La mentira de este principio es
manifiesta: los recortes debilitan la economía, provocan la caída de la
recaudación y aumentan el paro, conduciéndonos a una espiral de crisis cada vez
más profunda, con el consiguiente aumento del déficit y de la deuda en
porcentajes del PIB, precisamente lo que se quería evitar. Además, los recortes
brutales destruyen los lazos de la sociedad y crean sufrimiento colectivo, con unas
consecuencias incalculables en el futuro.
Los ajustes del PP son un
disparate porque el pago por intereses a los bancos va a aumentar de nuevo este
año, hasta alcanzar los 30 mil millones de euros aproximadamente, cantidad superior
a la suma de todos los recortes incluidos en unos Presupuestos Generales del
Estado que podemos calificar como los más infames y efímeros de nuestra historia. Los
señores del PP pretenden hacernos creer que “no hay alternativas” a un dogma estúpido, y que debemos
resignarnos mansamente a escuchar el parte de guerra que el Consejo de
Ministros nos lee cada viernes, en el que la Vicepresidenta anuncia con
frialdad y desprecio a cuántos ciudadanos toca sacrificar ante el altar de los
acreedores internacionales.
Asoma en todo este espectáculo
macabro la verdadera naturaleza del capitalismo actual. Es menester que no cese
la transfusión de riqueza colectiva a los bancos y a los grupos financieros en dificultades, aunque
para ello haya que destruir la educación, la sanidad, la cultura, la investigación,
los subsidios por desempleo, la ayuda al desarrollo y los servicios sociales. La crisis descubre que el
objetivo es uno y sólo uno: condenar a las personas para salvar a la banca privada. Se
entiende ahora, con la perspectiva del desastre acumulado, el entendimiento
traicionero del pasado mes de agosto entre el PSOE y el PP para reformar la
Constitución, elevando a exigencia constitucional que la primera obligación del
Estado español consiste en pagar a sus acreedores y no en dar de comer a sus
ciudadanos.
Desafía a la lógica que el
Gobierno, el BCE y el FMI callen cuando su “modelo neoliberal” salta por
los aires, como ha sucedido en Irlanda o Grecia. Lejos de rectificar,
argumentan que tal hecho se debe a que el ajuste no ha sido suficiente. En resumen, que hay
que “cavar aún más hondo” para ver la luz. Desde luego que vivimos tiempos en los que los locos pasan por cuerdos y
los cuerdos son encerrados en el manicomio por los asesinos.
La repetición constante en los
medios de desinformación de este catecismo (aceptado por casi toda la derecha y
por los que, aparentando ser de izquierdas, se brindaron a empuñar sin contemplaciones
la tijera del recorte) le confiere una carga tal de intimidación que
ahoga las tentativas de reflexión libre, dificultando extremadamente la
resistencia contra esta nueva forma de oscurantismo. Poco importa que tanto unos como
otros, convencidos y conversos, no puedan ofrecer una defensa empírica del mundo
que están destruyendo. Lo importante no es la realidad sino cómo se construye una mentira que, a fuerza de insistir, pasa por verdadera.
Esta “economía de saqueo de lo
público y de lo colectivo” no es más que el robo legalizado e institucionalizado
de la riqueza mundial que pertenece a miles de millones de personas, que pasa a
manos de unos mercaderes que tienen nombres, apellidos, dirección y teléfono. El
latrocinio tiene en cada país sus propias y terribles consecuencias en forma de
tragedias sociales y dramas humanos, como el suicidio, el pasado mes de abril,
de un jubilado sin recursos en Grecia. El sistema capitalista ha fracasado y
ahora se muestra tal cual, sin complejos ni subterfugios.
A pesar de la propaganda, una cosa
queda clara: las causas de esta crisis no se encuentran ni en los centros
educativos ni en sus estudiantes, ni en los hospitales ni en los enfermos, ni
en los servicios sociales ni, mucho menos, en nuestro sistema de relaciones
laborales. La crisis que padecemos tiene por origen el sistema financiero
internacional, que en España ha intensificado sus efectos sobre el desempleo al
coincidir con el estallido de la burbuja inmobiliaria.
La solución a los problemas económicos que nos aquejan diariamente no pasa por laminar las bases de nuestro Estado de Bienestar, ni por imponer vías de ajuste rápidas a través de despidos y empleos precarios, sino por desarrollar las políticas que mejoren nuestro crecimiento y competitividad sin lesionar derechos sociales que son patrimonio del conjunto de la sociedad española.
España precisa una política de crecimiento de la que se derive la estabilidad presupuestaria. Hoy esa agenda contra la crisis es una evidencia que se manifiesta con fuerza creciente en Europa, aunque el Gobierno de España siga ignorándola, lo que pone de manifiesto que nuestro Presidente y sus ministros sirven a otros intereses y no a los generales de la sociedad española.
Existen demasiadas evidencias, y el caso español es una de ellas, de que intensificar el ajuste presupuestario sin política de crecimiento conduce a la recesión, al desemplo masivo, a una mayor desigualdad y, por tanto, a dificultar que se alcance un equilibrio estructural de nuestras cuentas públicas.
En definitiva, empeñarse en ajustar más la soga al cuello del ahorcado demuestra intenciones homicidas.
Vivimos tiempos en los que los gobiernos representan los intereses de las grandes fortunas y las grandes empresas, y en los que el bienestar social es destruido para intentar satisfacer la voracidad infinita de unos mercados sin alma ni corazón.
María José Pérez Salazar es miembro del Consejo Político Local de IU de Azuqueca de Henares