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Anguita, en 1992, advirtió a González y al país del desastre de Maastricht. No le hicieron caso, aunque tenía razón. |
Después de lo que ha ocurrido en los últimos diez años, la
derecha más rancia de este país aún se atreve a sostener sandeces tales como
que “hemos sido capaces de obrar el
milagro económico español y lo volveremos a hacer”, en alusión a salir de
la crisis convocando de nuevo las causas que la provocaron. A los que así piensan sólo les faltaría
añadir, para redondear el disparate, que “lo conseguiremos con Rodrigo Rato,
Ministro que obró el reciente milagro económico español y también el de Bankia”.
Asombra que alguien en su sano juicio pueda creer algo así y, todavía más,
que la ingenuidad, hija de la ignorancia, esté tan extendida que aún queden
ciudadanos que acepten el desvarío. Se demuestra, una vez más, que el
ser humano, cuando deja que su entendimiento se nuble por los filtros de la
ideología, olvide toda enseñanza útil y juiciosa, incluso la que procede de su experiencia. Está visto, en fin, que para
el recalcitrante, y la derecha lo es y mucho, el mejor remedio para la
enfermedad es más enfermedad y para el dolor más dolor. Suframos todos,
pues.
Pero vayamos a los hechos para desintoxicarnos de falsos
ídolos. Toca ya romper los espejos deformantes que dificultan tener una
imagen cabal de la realidad. Declaremos la guerra a la mendacidad y al
desahogo. Atendamos a la reciente historia económica española para encontrar
cuáles han sido las razones que obraron un “milagro” tan engañoso y sus desastrosas
consecuencias.
A finales de la década de los 50,
durante la dictadura de Franco, aparecieron en la escena política española un
grupo de tecnócratas que bajo la dirección del Fondo Monetario Internacional,
impulsaron varios planes de desarrollo que permitieron la tardía revolución
industrial española de los años 60. Este proceso trajo consigo un éxodo masivo
de la población rural a las ciudades, factor sobre el que se produjo el
crecimiento desaforado del sector de la construcción, además de liberar mano de
obra para la joven industria nacional. Hay que destacar también la apertura al
turismo extranjero y la corriente migratoria tanto a Alemania como a Francia
como principales destinos, que supuso la entrada de importantes flujos de
divisas y un desarrollo rápido de las infraestructuras nacionales.
Pero en el año 73, con la primera
gran crisis del petróleo, todo esto se acabó. España, país fuertemente
dependiente de las importaciones de petróleo y con un crecimiento industrial
basado en un consumo intensivo, sufrió muchísimo las consecuencias del
incremento del precio del crudo. Otro factor importante que afectó
negativamente a la economía fue la inestabilidad política nacional dada la
cercanía del fin de la dictadura franquista tras la muerte, ese mismo año, de
Carrero Blanco.
La crisis del 73 y la subida de
los precios del petróleo y de sus derivados, provocó una caída de la actividad
industrial, debido al incremento de costes tanto de las materias primas
como de la distribución, que incrementaron los precios de los bienes y
servicios, produciéndose el fenómeno que los economistas denominan inflación
(incremento elevado de precios). La tasa de paro también se vio
afectada, llegando a un 26% por el regreso de los emigrantes españoles, lo que
provocó, además, una disminución de la entrada de divisas que deterioró la
arcas públicas por la elevada deuda exterior que mantenían tanto las empresas
como el Estado.
Para contrarrestar las
consecuencias de la crisis, en el año 1977 y bajo el auspicio de Adolfo Suárez,
tuvieron lugar los “Pactos de la Moncloa”, acuerdos sin precedentes en Europa,
suscritos por gobierno, partidos políticos, sindicatos y asociaciones
empresariales, mediante los cuales se adoptaron medidas, no del todo
satisfactorias, que significaron la unidad de los agentes sociales frente a la
crisis. Los Pactos de la Moncloa pusieron las bases de la futura política
económica de Felipe González marcada por el control del déficit y la moderación
salarial.
En 1982, con la llegada de Felipe
González a la presidencia del gobierno encabezando la lista del PSOE y la
consolidación del proceso democrático que facilitó el acercamiento a Europa,
finalmente se cumplió el anhelo político de nuestro ingreso en la Comunidad
Económica Europea, lo que ocurrió en 1986. Ese año se consumó el deseo de
Felipe González que, en 1984, ya anunció que “nuestra aspiración, hoy, y así
tal vez comprenderán mejor nuestra tarea, es integrarnos con todos ustedes, con
todos los europeos, en una construcción común y solidaria que sobrepasa
nuestras fronteras, pero que afecta, fundamentalmente, al destino histórico de
España”.
Esos años fueron de enormes
retrocesos sociales enmascarados por el elevado crecimiento económico gracias a
la fuerte inversión extranjera y al incremento de las inversiones públicas en
infraestructuras para las Olimpiadas en Barcelona (Barcelona’92) y la Exposición
Universal de Sevilla (Expo’92). Entre las medidas adoptadas por los gobiernos
de Felipe González durante sus trece años y medio en la Moncloa, destacan la
legalización de las Empresas de trabajo temporal (ETT) y los primeros Planes
de empleo juvenil, que lo único que consiguieron es la creación de empleos
precarios. También hay que nombrar, no lo olvidemos, los sucesivos recortes de
las prestaciones de desempleo. Como
consecuencia de estas políticas de marcado corte liberal, Felipe González y su
gobierno sufrieron las primeras huelgas generales de la democracia española, lo
que supuso el distanciamiento de su partido con los sindicatos.
A pesar de todos los esfuerzos,
los retos de la economía española seguían siendo los mismos: favorecer el
crecimiento y la producción de bienes y servicios de alto valor añadido, muy
por debajo de la media europea o, dicho de otro modo, la consecución de un
modelo productivo alejado de la construcción y de los servicios de escaso
valor. Para ello, los esfuerzos deberían haber ido encaminados a incrementar el
gasto en I+D y no a disminuir la intervención del Estado en la economía, o el
empeño suicida en desregular el mercado de trabajo y reducir el gasto público,
recetas procedentes de la corriente neoliberal que a mediados de los años 80
empezó a extenderse por Europa y cuyos máximos exponentes fueron Margaret
Thatcher (en Gran Bretaña) y Ronald Reagan (en Estados Unidos).
Con todo este bagaje llegamos al
año 1992, origen de mucho de los males que hoy sufrimos. La agenda política
venía marcada por el Tratado de Maastricht, dirigido a la instauración
del euro como moneda común de la Unión Europea. El año 1992 es el
momento de las políticas que suponen el control de la tasa de inflación,
a través del control de los salarios, y del déficit público, como
medidas más importantes para la convergencia económica de los países miembros
de la UE.
El Tratado nació en un contexto económico de crisis que
envolvía a todos los países miembros y, en especial, a Alemania, sumida en el
proceso de reunificación tras la caída del muro de Berlín. Sus principales
aspectos eran: 1) la libre circulación de los ciudadanos y capitales; 2) el
establecimiento de una política exterior y de seguridad común; 3) la promoción
del espacio económico y social estableciendo la unión económica y monetaria a
través de la moneda única y 4) estrechar la cooperación en materia de justicia
y asuntos interiores.
Fueron muchas las voces que
advirtieron de la pérdida de soberanía que los países tenían que asumir en el
caso de firmar las condiciones de Maastricht, porque no otra cosa significaba
derivar la política nacional a un ente supranacional todavía en formación e
ineficaz, como demostró la actitud de la UE en el inicio de la Guerra de los
Balcanes. Países como Dinamarca propusieron un referéndum a la ciudadanía del
que salió un rotundo “NO” y que puso en evidencia las numerosas faltas del
tratado por la consecución de una Europa de los mercados frente a la Europa
social que reclamaban los partidos de izquierda.
La negativa a aceptar el Tratado
se fundamentaba en el otorgamiento de la construcción europea a economistas
alejados de la realidad social, cuyas opiniones marcaban el devenir político,
dejando en manos de tecnócratas el gobierno tanto de los Estados como de la
Unión. Julio Anguita ya lo advertía en 1996 en la fiesta del PCE, cuando decía,
a propósito del Tratado, que era una “...imposición de un modelo económico
de carácter regresivo: el
neoliberalismo que intenta conseguir acabar con todas las conquistas sociales y
volver a mediados del siglo XIX. Y esto es así de tal
manera que si Maastricht no existiera lo habrían inventado”. Efectivamente, tal y como señalaba Julio Anguita,
Maastricht suponía dejar sin resolver los problemas sociales sacrificando
la cohesión social al rebajar las condiciones sociolaborales para atraer la
inversión. En sus propias palabras, el Tratado “es el fin de la autonomía política para decidir
sobre las condiciones de vida de la ciudadanía ... es poner como primer objetivo los ajustes contables
macroeconómicos y relegar a un segundo lugar derechos sociales recogidos en
nuestra Constitución y en la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Maastricht es la pensión
que disminuye; el recorte en gasto sanitario; la congelación salarial de los
funcionarios; el recorte en inversiones para
infraestructuras y obras necesarias; el mal funcionamiento de la LOGSE; el
recorte creciente del subsidio de desempleo”. Resumiendo, el Tratado con
el que se constituyó una Unión Europea
de libre mercado de capitales fue, a la vez, el documento con el que se
sacrificaron las políticas sociales y los derechos de los trabajadores.
Maastricht resultaba incompatible con la idea de una unión de ciudadanos.
Por este camino, el 1 de enero de
1999 se acordó la desaparición de las monedas nacionales de la eurozona
aplicándose una tasa de cambio especial para cada divisa. En España se fijó en
166,386 pesetas por cada euro. Pero no fue hasta el 1 de enero de 2002 cuando
la peseta y el resto de monedas de los países de la zona euro fueron
reemplazadas por la nueva divisa común. Se consumó así, sin política fiscal,
económica o social común, la Unión Monetaria y la libre circulación de
capitales, causa de muchos de los males que hoy nos atormentan.
Desde su vigencia, en poco más de
seis meses, el euro sobrepasó la paridad con el dólar, nivel que todavía
mantiene. Pero es en julio de 2008 cuando adquiere su mayor valor al
establecerse el tipo en 1,5990 dólares USA por euro, coincidiendo precisamente
con el estallido de la crisis en los EE.UU, durante los escándalos financieros
de Lehman Brothers (créditos subprime) y Madoff (estafa basada en la
obtención de ganancias a través de un sistema piramidal de adquisición de capitales de tal manera que los nuevos
inversores sufragaban las ganancias de los que ya estaban).
El traslado de la crisis desde
Estados Unidos a Europa se vio favorecido por la autonomía de los mercados y la
poca o nula capacidad de las instituciones europeas para controlar su actividad
especulativa. A excepción de Alemania, dotada de un tejido industrial fuerte
con alto valor añadido, todos los países de la zona euro se vieron salpicados
por la crisis financiera y los problemas de la deuda soberana. Algunos
economistas, especialmente los que no compartían las teorías neoliberales,
coincidieron muy tempranamente en señalar que la raíz del problema financiero
era el traslado de grandes sumas de capital privado, procedentes de la
especulación, a la adquisición de deuda soberana, reportadora de grandes
beneficios que iban a parar a codiciosos inversores que veían en la situación
de países como Grecia, Portugal, Irlanda, España, Italia y Bélgica (todos
países de la eurozona) una forma rápida de ganar toneladas de dinero.
Tras los años de especulación, en
España se evidencian los fracasos de las políticas neoliberales que aplicaron
tanto el PSOE como el PP (pilares del régimen bipartidista). La burbuja
inmobiliaria que propició el PP y que, posteriormente, el PSOE mantuvo porque
alimentaba un crecimiento económico basado en el consumo interior, por mucho
que fuera sobre la base engañosa del crédito barato y sin tasa, debilitó aún
más un tejido industrial de muy escaso valor y muy ligado a la construcción.
Hoy sabemos que todo este sistema, que se ha derrumbado, está en la raíz del
colapso económico actual.
Lo más sangrante de esta historia
es que a pesar del fracaso de la doctrina neoliberal de “no intervencionismo”, fruto del Tratado de Maastricht, y debido a
las presiones que recibimos desde los socios europeos, y en concreto de la
canciller alemana Angela Merkel y del expresidente galo Nicolas Sarkozy (eje
Merkozy), todos los pasos de la política nacional han ido encaminados a
reforzar las causas que nos han sumido en la crisis. Entre las medidas
adoptadas se encuentra la aprobación del techo de gasto público, en agosto del
2011, en el 0,4% del PIB, lo que supuso la modificación del artículo 134 de la
Constitución y que tenía como objeto la constitucionalización del límite de
déficit. Esta imposición suponía, como experimentamos ahora con amargura,
la postergación de las necesidades de los ciudadanos frente a las exigencias de
los mercados, estableciendo como prioritarias las de éstos frente a las de
aquéllos.
La reforma laboral, los recortes
en sanidad y en educación y el desvío de fondos públicos al sector financiero
(a los bancos y cajas como principales receptores), son santo y seña del actual
gobierno del PP. El objetivo, según Rajoy, es “sentar las bases para iniciar el senda del crecimiento a partir del
2013”. Pero el fracaso de estas medidas es estrepitoso en tanto en cuanto
provocan más desigualdad social (se incrementa la brecha entre ricos y pobres,
poniendo de manifiesto la lucha de clases que algunos creían superada o que
parecía olvidada) y no consiguen el resultado de activar el crédito a familias
y empresas.
Resulta cuando menos paradójico
que los mismos defensores de la doctrina liberal que nos han sumido en esta
crisis pretendan sacarnos de la misma aplicando el recetario neoliberal. Queda
demostrado, pues, el continuismo encarnado por los partidos mayoritarios y el
fracaso de sus políticas alejadas de la realidad. En definitiva, preocupa la
falta de alternativa que tanto PP como PSOE ofrecen.
La solución a la crisis viene por
la adopción de medidas contrarias a las ya vistas y, sobre todo, que no
supongan el deterioro de los servicios públicos y de los derechos laborales. Si
el tejido industrial español es muy débil y de muy escaso valor añadido y desde
el sector público no se refuerza a través del gasto en I+D+i y en educación,
difícilmente lograremos vislumbrar luz al final del túnel.
Definitivamente, hora es ya de
que se apliquen políticas alejadas de los principios de Maastricht (como ya
denunció en solitario IU en los años 90 con nuestra negativa a ratificar el
Tratado) y de las exigencias de las instituciones comunitarias y de sus
miembros, casi todos en manos de la internacional conservadora y liberal.
Los sucesivos programas que tanto
el PP como el PSOE han aplicado en España durante los últimos veinte años han
fracasado por defender una ortodoxia ciega y por no incidir sobre los males de
la economía española.
Hemos vivido presos de una gran
mentira y los que la urdieron nos siguen engañando para que aceptemos
mansamente todos los sacrificios que aún restan y, de paso, no les pidamos
responsabilidades.
No deberíamos arrodillarnos y
dejarnos engatusar por la demagogia de los que nos llevan gobernando desde hace
más de treinta años, culpables además del desastre presente, porque de lo contrario
bien podría ocurrir que no podamos levantarnos más. Tenemos que convencernos de
que es posible salir de la crisis, pero para construir una economía distinta a
la que nos llevó al pantano en el que ahora nos ahogamos. Para lograrlo hay que
dar una oportunidad a los que defienden un sistema nuevo y medidas audaces. Si
no, estaremos condenados, como Sísifo, a subir sin descanso una pesada roca de privaciones,
miserias y vergüenzas que hacen intolerable la vida, único patrimonio del
hombre.
Miguel Ángel Márquez Sánchez es Coordinador local de IU de Azuqueca de Henares