No deja de asombrar el carácter omnívoro de la Iglesia católica,
siempre dispuesta a digerir cualquier novedad intelectual con tal de
controlarla. Antaño, cuando los papas dirigían ejércitos, a la Iglesia no le
hacía falta realizar esfuerzos estomacales para enjaular el pensamiento: un
buen cepo o un humeante auto de fe disuadían del error al más templado. Hoy,
por suerte, la Iglesia ya no tiene poder para chamuscar al librepensador,
aunque sí para arruinarle la vida.
Por mucho que algunos lo añoren, es historia
el tiempo en que un Cardenal Cisneros, Inquisidor general, imponía la fe
quemando libros, persiguiendo herejías y castigando al desviado con los
tormentos más horribles. Cegado el camino de la mazmorra y siendo imposible el
cierre de las fronteras para evitar el contagio intelectual, en
estos tiempos que corren la Iglesia se ve en la tesitura de tragarse cualquier
novedad para anularla o, si tal cosa resulta imposible, acomodarla a la
estrechez de sus jaculatorias. No importa lo disparatado del asunto ni si tiene
argumentos bastantes para hacerlo. Lo sustancial es que la curia enrede,
trampee con todas las argucias del pensamiento mágico y mienta con tal de que
parezca que detrás de cada descubrimiento científico, incluso del más disolvente, luce el
resplandor de Cristo Rey.
Decimos esto por el modo en que la internacional romana ha acogido el
descubrimiento del bosón de Higgs, con más balbuceos que vítores, pero con la
intención secreta de deformar el sentido de un hallazgo que, objetivamente,
coloca a su Dios en una situación de perfecta irrelevancia.
Pero dejémonos de introducciones y vayamos a lo que importa, que es hablar de la partícula, porque como decía el clásico "Dios te libre, lector, de prólogos largos y de malos epítetos."
La existencia del bosón fue teorizada en 1964 por Peter Higgs
para explicar, entre otros misterios, por qué el resto de partículas últimas
que componen la materia tienen diferentes masas e interactúan entre sí.
La física atómica lleva decenios acumulando datos que corroboran la
suposición de que la diversidad de partículas y fuerzas que observamos en la
actualidad proceden de una unidad primigenia que se rompió con el Big Bang.
Para
comprobar empíricamente la suposición de la unidad primigenia es necesario
retroceder en el tiempo, acercarnos al momento en el que se produjo la gran
explosión, para lo cual es menester recrear las condiciones extremas de ese
instante que ocurrió hace unos 13.700 millones de años. La reproducción de esas
condiciones excepcionales es posible gracias a los colisionadores de
partículas, cada vez más potentes, y a instrumentos de medición muy precisos
capaces de registrar lo que ocurre en una situación tan extraordinaria. Cuanto
mayor es la potencia y la precisión de los colisionadores, más nos acercamos al
momento de la creación del universo.
Además de un hito tecnológico, el
descubrimiento del bosón de Higgs significa que hemos sido capaces de retroceder
en el tiempo hasta una billonésima de segundo después del Big Bang. Conocemos,
por tanto, más allá de las conjeturas teóricas, en qué estado se encontraba la
materia inmediatamente después de la gran explosión, lo que permite completar
la secuencia de hechos que ocurrieron desde entonces.
Viene lo de partícula divina del título de una obra divulgativa escrita por dos físicos, Leon Lederman y Dick Teresi, a propósito del bosón. En verdad, en el título original del ensayo publicado por estos autores, la partícula divina (The god particle) se denominaba la partícula maldita (The goddamn particle), por lo esquiva que era debido a su vida tan breve. El editor neoyorkino decidió cambiar el adjetivo goddamn por el más piadoso de god, con el fin de mejorar las ventas de un libro que por la rareza de su argumento no anunciaba una recaudación decente.
El título comercial acabó imponiéndose, con un sentido perfectamente lógico: la importancia de esta partícula para la comprensión de nuestro universo es tal que sustituye a Dios como explicación y fundamento del universo conocido. Nada menos.
Por tal razón, el ensayo de Lederman y Teresi comienza con una cita
del primer filósofo ateo y materialista de la historia, Demócrito de Abdera: nada existe, excepto átomos y espacio
vacío; lo demás es opinión. Pero los autores no se contentan con citar al seguidor de Leucipo. En su descripción del origen y evolución del universo, Dios no aparece ni por asomo, como atestigua el siguiente párrafo:
“En el principio mismo había un vacío (una curiosa forma de estado
vacío), una nada en la que no había ni espacio, ni tiempo, ni materia, ni luz,
ni sonido .... el equilibro del vacío era tan delicado que sólo hacía falta un
suspiro para que se produjera un cambio, un cambio que crease el universo. Y
pasó. La nada estalló. En su incandescencia inicial se crearon el espacio y el
tiempo. De esta energía salió la materia, un plasma denso de partículas que se
disolvían en radiación y volvían a materializarse (...) Las partículas chocaban
y generaban nuevas partículas. El espacio y el tiempo hervían y espumaban
mientras se formaban y disolvían agujeros negros (...) A medida que el universo
se expandió, enfrió e hizo menos denso, las partículas se fueron juntando unas
a otras y las fuerzas se diferenciaron. Se constituyeron los protones y los
neutrones, y luego los núcleos y los átomos y enormes nubes de polvo que, sin
dejar de expandirse, se condensaron localmente aquí y allá, con lo que se
formaron las estrellas, las galaxias y los planetas. En uno de éstos (uno de
los más corrientes, que giraba alrededor de una estrella mediocre, una mota en
el brazo en espiral de una galaxia normal) los continentes en formación y los
revueltos océanos se organizaron a sí mismos. En los océanos un cieno de
moléculas orgánicas hizo reacción y construyó proteínas. Apareció la vida. A
partir de los organismos simples se desarrollaron las plantas y los animales.
Por último, llegaron los seres humanos.”
En otros términos, para Lederman y Teresi, Dios, a efecto físicos, es una entidad irrelevante. Corresponde el protagonismo del desenvolvimiento de la historia nartural, por
tanto, a los átomos, quarks, electrones, neutrinos, muones, taus, fotones,
gravitones, gluones, el vacío, el éter, los aceleradores, los experimentadores,
los físicos teóricos y el bosón de Higgs. Este y no otro es el Dramatis Personae de la historia del universo.
Inasequibles al desaliento, los medios católicos nacionales no se han parado en estas minucias y fagocitan la novedad científica, convencidos de que lo que no
mata engorda. Así viene ocurriendo desde la falsificación superlativa de la donación de Constantino.
El diario La Razón, que en contra
de lo que su nombre dicta es un libelo de la derecha católica, apostólica y
romana, titulaba en portada Dios está
detrás de la partícula divina, recogiendo unas declaraciones del canciller
de la Academia Pontificia de Ciencias.
Nuestra Conferencia Episcopal, por mediación de Martínez Camino, también se
apuntaba a la fiesta atómica celebrando que se hable de Dios gracias al bosón, comentarios que recibieron un gran predicamento en el resto de los medios de desinformación de la curia, que son muchos. Aprovechaba Camino la ocasión del descubrimiento para lamentarse de
que la ciencia no dé respuesta a todo, motivo según él para reivindicar a Dios,
única explicación verdadera de los misterios últimos. En triquiñuela muy
desgastada, el señor Camino atribuía a la ciencia un objetivo falso (el de que
no lo explique todo) para criticarla, mientras callaba que la religión no da
respuesta a nada, lo cual no parece importarle lo más mínimo porque su misión
es, sobre todo, defender al santo y al garbanzo.
No hay religión sin proselitismo, ni proselitismo sin manipulación. La
iglesia busca colonizar todas las facetas de la vida, para manipularlas convenientemente, de ahí que se inmiscuya en todo lo que se mueve, para
domarlo. Esta es una de las claves de su éxito: no hacer ascos. Y en cuanto a las últimas preguntas, la religión
nos mantiene en un estado de perpetua ignorancia.
La religión puede ser
consuelo, pero a base de administrar grandes dosis de pereza mental. Si por
ella fuera seguiríamos creyendo que el universo tiene forma de tabernáculo, que
Eva salió de la costilla de Adán y que el cielo está poblado por querubines de boudoir que
tocan el arpa mientras mueven los rizos.
Recordemos, para concluir, la anécdota del párroco de Valpalmas, pueblo en
el que vivió Ramón y Cajal cuando era niño. El señor cura, instruido por la fe,
creía que podía espantar el rayo tocando la campana de la iglesia. Un día de
verano que amenazaba tormenta subió al campanario, repicó las campanas y el
rayo traidor, obligado por las leyes de la física que se derivan de la existencia
del bosón de Higgs, partió al párroco por la mitad. Este acontecimiento dejó un
vívida imagen en la mente de Ramón y Cajal y le ayudó a decantarse por el
estudio de la ciencia, decisión de la cual nos alegramos todos. Seguro que la iglesia maneja otra teoría para explicar el infortunio de su funcionario.
Por más que le disguste a Monseñor Camino, cada descubrimiento científico
hace más irrelevante la hipótesis de la existencia de Dios, por otra parte
nunca demostrada por nadie. Tampoco por él.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del grupo municipal de IU