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Es fantástico: el Rey se duerme después de asegurar que el paro juvenil le quita el sueño |
La reproducción entre consanguíneos no acendra el fruto
sino que lo malogra. Dicho a lo breve, la endogamia carcome la descendencia. La falta
de profilaxis, resultado de mantener una pureza corruptora, tara a los
vástagos, que se vuelven proclives a enfermedades y demencias de toda clase. La
exclusividad biológica de la monarquía es, así, su razón de ser y condena.
Bien saben esto los Borbones, obligados de vez en cuando,
como otras dinastías, a oxigenar su sangre a través del adulterio o por la
incorporación consentida de plebeyos a la familia.
El adulterio, modo vergonzante e hipócrita de conseguir
cierta renovación genética, arrastra una historia muy rica en la real familia,
siendo su fruto, el bastardo, figura de interés para historiadores, inspiración
de dramaturgos, ejemplo para hidalgones y comidilla de tertulios
desvergonzados.
Cuánto se ha escrito de las relaciones non sanctas de María Teresa de Parma
con Godoy, de las cuales hacía chiste, incluso, Fernando VII, hijo de la reina, en ripios deplorables. Qué no se ha especulado de la coyunda entre Isabel II y Enrique Puig i Moltó, uno de cuyos frutos sería Alfonso XII, según señalan algunos comentaristas no exentos de malicia. Qué añadir sobre la interminable ristra de bastardos que dejó tras de sí
Alfonso XIII, que transformó la corte en un serrallo, alguno de cuyos nietos, como Leandro de Borbón, se arrastran hoy por las platós televisivos reclamando su
pertenencia a la familia real. O qué comentar sobre los dos hijos putativos que se le
atribuyen a Juan Carlos I y Último, por no hablar de otras infidelidades,
mentiras y traiciones de una familia, la real, que es puesta como espejo de
virtudes por el papa y la curia.
En cuanto al método de incorporar públicamente material
plebeyo a la familia, los Borbones lo han aceptado para frenar la
decrepitud de su linaje y, así, preservar una institución no democrática que
les permita vivir a todo tren rodeados de privilegios y riquezas, aunque en
este asunto las estrellas no les han sido muy favorables. Sanos, los plebeyos aportan
genes que vigorizan la sangre vieja. Si, además, son un ejemplo de moral y
destacan en inteligencia y sensatez, ayudan a apuntalar una institución
injustificable democráticamente. Pero cuando los plebeyos que han de aportar
savia nueva son ladrones, vividores, caraduras y disolutos, aceleran la caída
de una institución, la monarquía, que aguanta sólo porque es apuntalada por una
corte de estómagos agradecidos y por el bipartito nacional. Descolla entre los fichajes borbónicos el
balonmanista Urdangarín que, una vez incorporado al ambiente real, quiso exprimir
las ventajas de la filogenitura y llevar a la práctica, presuntamente, aquello
que dijera Talleyrand sobre los Borbones: “es costumbre real robar, pero los
borbones exageran”.
Decíamos que se trataba de frenar el declive de la
dinastía borbónica, muy deteriorada por la mala profilaxis. Sabemos que Alfonso
XII, abuelo del rey actual, tuvo siete hijos reconocidos, dos de ellos
hemofílicos y otro sordo, siendo el único varón sano don Juan de Borbón, padre del
rey. La prole de Juan Carlos I y Último tampoco se libró de la corrupción por
mucho que tal cosa se haya intentado tapar con censuras y eufemismos. También
resulta muy dudoso que quien es hoy Jefe del Estado por voluntad de Franco,
no albergara desde su infancia los síntomas del declive de su estirpe,
consistente, dicho con la mayor delicadeza, en una pertinaz inmadurez de juicio
que aflora de continuo a lo largo de su vida, desde aquel día en el que, siendo
ya cadete militar, mató a su hermano Alfonsito mientras trasteaba con un
revólver, pasando por el vodevil cinegético de Botsuana y concluyendo con el
mamporro público que le atizó a su chófer en pleno acto oficial, por citar sólo
algunos casos dramáticos y chuscos de una lista que, cuando se desvele al completo,
producirá vergüenza eterna.
Y qué decir de otros ancestros ilustres del monarca, que
tenían dibujado en su rostro el estigma de la estirpe. Pongamos por caso a
Carlos IV, que es retratado por Goya con un realismo que no deja dudas sobre la cortedad del personaje. Ni siquiera Vicente López, en una composición más amable, es capaz de
disimular la defectuosa aleación física del rey. Igual ocurre con
Fernando VII, en cuya cara transparentan las señales de una estirpe degenerada,
como puede verse en los varios retratos que le hizo Goya y, muy especialmente,
en el que pintó Luis de la Cruz, lienzo realista que muestra a un
individuo falto, malvado y brutal. Imagen y vida se funden, armoniosamente, en el Deseado. En el estudio de Josep Fontana sobre la segunda restauración (1823-1834), se hace una semblanza del rey demoledora, basada en los testimonios de quienes lo trataron íntimamente: "enfermizo y deforme, parece que sufría disotosis craneofacial, un defecto hereditario caracterizado por deformaciones del cráneo y la cara y, con frecuencia, con déficit intelectual, del oído y del olfato, a los cuatro años padeció un vicio de la sangre (...) a los once años volvía a caer gravemente enfermo, con una enfermedad lenta, duradera, a quien no vencen la pericia de los mejores médicos, ni la eficacia de los remedios más activos", del que su esposa, María Antonia de Nápoles, dijo al conocerlo que estuvo a punto de desmayarse por lo feo que era, "que me hace ruborizar de vergüenza por las groserías que hace a la gente y que, cuando se habla de cosas cultas, se pone a hablar de comidas y de paseos", y del que su suegra, la reina de Nápoles, que no tenía pelos en la lengua, decía que "tenía un aspecto horrible, una voz que da miedo y es un memo (...) un necio total, ni siquiera un marido en el sentido físico y un pelmazo que no sale de sus habitaciones (en suma) un marido necio, indolente, vil y simulador y que no es ni hombre físicamente".
Para los Borbones, por tanto, el adagio nascendo morimur ha pesado como una
losa, de ahí lo perentorio de incorporar sangre nueva al caudal contaminado de
la propia. Muy presente ha debido estar entre los miedos de la casa reinante
acabar como los Austrias, con un pingajo, Carlos II, como último ejemplar de
una casta consumida.
Si a la degeneración endogámica se unen los estragos de la
edad, la soberbia acendrada u otros abusos, se asegura el bochorno,
que es la fase en la que ahora se encuentra la casa real. Menos mal que la sensibilidad de los tiempos
presentes ya no se traga el carácter singular y campechano de la aristocracia española que,
como señalaba Quevedo, presenta como signos distintivos “tener mala letra,
hablar despacio y recio, andar a caballo y deber mucho”, caracteres que remachará siglos más tarde Baroja con un lacónico “llana y soez”.
Caducaron los tiempos de la escopeta nacional. Ya no entusiasman los chistes procaces, regoldar después de comer, los negocios turbios, meterle mano a la camarera mientras sirve el te con churros, las monterías amañadas, los favores secretos, las oscuridades políticas, los gastos sin
justificar, los ingresos opacos, las infidelidades sufragadas con el dinero de
los contribuyentes y, por si no fuese bastante, los mamporros propinados al servicio. En la España de
la crisis pintan bastos y ya no hacen gracia los reyes de la baraja.
Es inaplazable que la jefatura del Estado se democratice y
se someta al control completo de la administración y las leyes, sin zonas de
clandestinidad ni impunidades consentidas. La jefatura del Estado es algo muy
serio que no debe dejarse al azar de los naipes. En el siglo XXI esto de ser jefe del Estado por ser hijo de tu padre y nieto de tu abuelo ya no tiene pase.
Está todo tan deteriorado que la monarquía fía su futuro a Felipe de Borbón y a su esposa, la señora Ortiz. No le quedan más bazas.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del grupo municipal de
IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares