El debate sobre los partidos
políticos está contaminado, igual que lo está el del sistema electoral, de modo
que al discurrir por estos asuntos, que están conectados, la probabilidad de
que triunfen las recetas charlatánicas es muy alta.
Se mezclan en ambos debates propuestas
regeneradoras sinceras e intenciones loables con argumentos bastardos y el
propósito que tienen los partidos ahogados por la corrupción (entre los
que sobresale el PP, dirigido por una banda de forajidos cada vez menos presuntos) de esparcir la basura propia y
de mantenerse en el poder, cueste lo que cueste, condición necesaria para intentar salir
indemnes de sus escandalosas depredaciones.
¿Qué debería pedirle la
ciudadanía a un partido político? Primero, que no robe. Segundo, que cumpla la
palabra dada. Tercero, que cuando cambie de opinión explique sinceramente las
razones y se someta a alguna clase de autorización por parte de quienes le
dieron el voto. Cuarto, que funcione democráticamente y promocione a los
mejores y más honrados. Quinto, que conteste a las preguntas con sinceridad y
que ponga al detalle cómo se financia y en qué gasta ese dinero. Sexto, que
eche a los corruptos cuando los descubra y los ponga ante un juez. Séptimo, que actúe a favor del
interés general. Octavo, que sepa conjugar el verbo dimitir. Noveno, que no se
aproveche privadamente de su paso por la administración. Y décimo, pero no
menos importante, que tenga vergüenza, condición que subsume a todas las anteriores.
Porque, pensándolo bien, la
crisis de los partidos políticos se reduce a un problema de vergüenza o, para
ser más exactos, de falta continuada de vergüenza consentida por una sociedad
tolerante con la corrupción, triste realidad a la que se suma un sistema
político diseñado para blindar al gobierno sacrificando la
democracia y el control de la acción pública.
La ciudadanía, para exigir el
anterior decálogo debe, primero, aplicárselo, lo cual es cosa inédita en un
país como el nuestro, muy condescendiente con el nepotismo, el amiguismo, el
enchufismo y el fraude a la hacienda pública, que son caminos convergentes para disolver el interés general en el ácido de los
pecados privados.
Habrá quien diga que el poder
político se ha ganado a pulso el asco y la desconfianza de los ciudadanos tras
siglos de absolutismo, represión ideológica, oscuridad y violencia, y que el
pueblo se ha visto obligado a malvivir con sus medios y a su manera a causa de
la dirigencia expoliadora y asesina que le ha tocado en suerte. La idea es
cierta y nuestra historia la corrobora. El último episodio, el más terrible,
fue el genocidio franquista que mutiló a varias generaciones de
españoles, convirtiendo nuestro país en un gigantesco cementerio-cárcel en el que la democracia y las libertades quedaron proscritas. Pero no es menos verdad que
hasta la víspera de nuestras desgracias actuales la ciudadanía decidió olvidar
su historia, contemporizando ante los pelotazos urbanísticos, la gomina y los
Q7 comprados con billetes de 500 euros, evidencias de una corrupción galopante
ratificadas por un silencio atronador.
Hay que decirlo aunque moleste: ante la burbuja la mayoría de los ciudadanos abdicó en actitud vergonzante, degradándose a
plebe, con la conciencia anestesiada por el olor del dinero. ¿O es que nadie se
acuerda de cómo eran reelegidos los partidos y los políticos más corruptos y
mentirosos en Marbella, Madrid, Alicante, Valencia, Orense o Castellón? Ocurre
ahora, y aquí radica el cambio, que lo que antes se envidiaba (el cohecho, el
fraude, la contabilidad en B con B de Bárcenas, los poceros, mariocondes, etc.) ahora escuece, porque no es agradable
ver cómo la corriente del soborno y del expolio de lo público va a una minoría
mientras la mayoría se hunde en la miseria.
Lo que está por ver es que la
condición moral del ciudadanos que ahora se queja haya cambiado, aunque no se descarta que
ocurra en el futuro. No obstante, por ahora lo único que queda demostrado es
que la crisis es la levadura del cambio y no al revés. ¿Cómo explicar si no
treinta años de bipartidismo asfixiante, con casos de corrupción suficientemente graves?
Conocer la causa de un problema
no anula las consecuencias, sólo las explica. Por desgracia, sigue viva en
nuestro país la sentencia de Rana, aquel personaje de Cervantes que decía sobre
los que gobiernan que “si fuesen malos, ruega por su enmienda; si buenos
porque Dios no nos los quite”, sinónimo del resignarse a lo que toque.
Ni siquiera con esta crisis tan brutal nos
hemos liberado de nuestro instinto acomodaticio ante los daños producidos por el mal gobierno.
Tras tanto desfalco político se sigue esperando la llegada de tiempos mejores
porque la sociedad no tiene riñones para cambiar la cosa pública, a fondo,
limpiando los bajos de un sistema de gobierno bloqueado que daña a las personas y en el que no se rinden
cuentas y que daña a las personas.
Para mantenerse con los brazos cruzados sirven los pretextos, para no hacer nada, para tranquilizar una
conciencia culpable y dejar libres a los culpables de responsabilidad. Cuánto daño han hecho
frases como todos son iguales, uno sólo no puede, no hay
remedio o los míos aunque rebuznen.
El PP, achicharrado por la
corrupción, exhorta a los demás partidos a ser ejemplares y transparentes, utilizando
conceptos que en su boca suenan a escarnio, como si su pecado mortal se
limpiase tirando su basura al resto, a la vez que se embosca en las instituciones y
en el poder judicial a la espera de que pase la tormentea.
El PSOE, carcomido
por los ERES y repudiado por muchos de sus electores, denuncia con desgana los saqueos de
la derecha, mientras busca grandes pactos con Rajoy, en pose que desvela una
trastienda de silencios muy sospechosa.
IU, que goza de un prestigio que depende en gran medida del desprestigio de otros, debe ser mucho más rápida de reflejos en lo tocante a sus casos de corrupción, que son muy pocos pero no por ello disculpables, y replantearse muy seriamente su continuidad en un gobierno, el de la Junta de Andalucía, que puede arrastrarla al turbión de la ignominia.
Finalmente, una parte de la izquierda
que presiente al mesías en cada novedad social, resucita el discurso de que los
partidos, incluso los inocentes, son un desecho, un peligro, una maquinaria en la que se impone la ley de hierro de la oligarquía y que ampara la corrupción, lo cual es cierto en
algunos casos pero no siempre, siendo tal cosa, además, un mal del que no se
libran otro tipo de organizaciones sociales por muy prometedoras que hoy parezcan.
Por tanto, el rechazo a los
partidos se está volviendo visceral, emocional, cosa de tripas. No se repara en que hay
partidos porque la sociedad está partida, porque hay intereses divergentes,
fracturas, divisiones e ideologías en pugna. Se podrán negar los partidos pero
no el sustrato del que salen, una sociedad clasista con contradicciones de
clase cada vez más agudas.
Esto no significa que haya que
plantear una defensa cerril de los partidos, lo cual sería absurdo porque, para
empezar, hay muchas clases de partidos si atendemos a su funcionamiento y estructura: los verticales-cupulares y los
asamblearios, los que viven del cohecho o la prevaricación y los que malviven de las cuotas, los que están anclados en las instituciones y los que se mueven
en la periferia del sistema, los que defienden el orden vigente que condena a
la mayoría y los que quieren cambiarlo, los que se sostienen sobre un barullo podrido de tomantes y donantes y los que no tienen ni para imprimir octavillas. Además, las generalizaciones son injustas
y en el caso de los partidos todavía más.
Algunos desearían que los
partidos desaparecieran porque ya están organizados privadamente y controlan los
centros de decisión de la sociedad. No extraña, por tanto, su inquina hacia
los partidos porque ni los necesitan ni quieren que otros se organicen desde ellos para disputarles el poder ilegítimo del que disfrutan. Los hay, también, que son hostiles a los partidos
porque aspiran a una sociedad distinta basada en un ser humano que, quizás, no
exista más que en su imaginación, sublime y santo, sin olor y celestial. Además, están los que, con la excusa de la crisis, aspiran a un sistema
tecnocrático, neofascista, populista o integrista en el que se impongan la manipulación, la fuerza
bruta y el miedo, en el que todos los partidos, excepto el propio,
naturalmente, estarían de más.
Así las cosas, toda precaución es
poca en el debate sobre los partidos (muy necesario y encomiable) porque tras él
se esconde mucha miseria y mala fe.
Lo mismo ocurre con la cuestión
electoral, asunto en el que a toda la confusión anterior se suma el lío
producido por el manejo poco escrupuloso de conceptos que significan lo que a
cada uno le viene en gana y a fórmulas a las que se les atribuye un valor
mágico que no tienen.
Con el pretexto del ahorro, el PP
propone reducir aún más la proporcionalidad del sistema electoral, eliminando
concejales y diputados molestos o, simplemente, con técnicas de gerrymandering,
sacándose de la manga circunscripciones que no existen, con el objeto de laminar a la
oposición, como hacía el corrupto Elbridge Gerry, gobernador de Massachussets,
al que le debemos la patente del invento de redibujar a conveniencia el mapa
electoral para promover el fraude en la representación.
Es una evidencia que en los planes de reforma
electoral del PP no hay ningún interés por el ahorro o por el acercamiento del
político al ciudadano, sino el propósito de acabar con la oposición, mantenerse
en el gobierno con una porción de votos ridícula, reforzar el bipartidismo y
acabar con la función representativa y de control de los órganos electos, lo cual va, dicho
sea de paso, en contra de la Constitución. En pocas palabras, con las reformas
del PP vamos al sistema uninominal de los burgos podridos, en el que la
oposición no existe aunque tenga más votos que el gobierno.
Otros, con mejor intención,
argumentan que la panacea de la regeneración democrática está en las listas abiertas
o en la eliminación de la ley d’Hondt, confundiendo la lista abierta con el panachage,
que casi existe en el Senado aunque no sirva para nada, y no percatándose de
que la distorsión de la ley d’Hondt se produce porque la magnitud de la
circunscripción es ridícula, de donde se deduce que lo que hay que cambiar es,
antes que nada, la magnitud, que hay que subir, equiparando el distrito
electoral al ámbito de elección correspondiente, como dicta la lógica: municipio para los
ayuntamientos, comunidades autónomas para las autonómicas y el Senado, y todo
el territorio para el Congreso de los Diputados y el parlamento europeo.
Lo que hay de malísimo en el
sistema electoral es la sobrerrepresentación del que gana, del que tiene el
voto concentrado y de las circunscripciones menos pobladas, lo que conduce al
voto útil, a representar hectáreas en vez de ciudadanos y al refuerzo del bipartidismo, que es uno de los males del país.
Todos los índices de medición de la proporcionalidad (Rae, Loosemore-Hanby, el de los cuadrados mínimos de
Gallagher y el de la mayor desviación de Lijphardt) coinciden en que el
sistema electoral español es ya muy desproporcional, lo que perjudica
enormemente a las formaciones políticas nacionales medianas y pequeñas con el
voto disperso, a las que se les roban los escaños que van a parar al ganador
sin ningún merecimiento.
En conclusión, el país requiere un sistema electoral distinto que represente la diversidad de opiniones, que
las fuerzas sociales democráticas que han irrumpido en el debate político salten a la política
inyectando savia nueva, que los partidos y otras fuerzas comprometidas con el cambio del
sistema hacia una democracia real adquieran el protagonismo que merecen para iniciar un proceso constituyente y, sobre todo, que los ciudadanos
no vuelvan a votar a los corruptos hasta que el séptimo ángel toque la última trompeta, momento en el cual serán destruidos los que destruyen la tierra.
En pocas palabras, nuestro país necesita vergüenza, ciudadanos que la reclamen y mecanismos para exigirla.
Emilio Alvarado es portavoz del grupo municipal de IU en Azuqueca de Henares