|
El poder legisla a su conveniencia y perdona a los suyos. Mientras, al pueblo, badana |
La imagen pública del indulto está muy desacreditada, lo
cual no extraña si tenemos en cuenta su mal uso, su abuso, por los consejos de
ministros de los gobiernos del PSOE y
del PP.
Comencemos definiéndolo: el indulto es una causa de
extinción de la responsabilidad penal que supone el perdón de la pena. Es diferente,
por tanto, a la amnistía, que supone el perdón del delito. Por el indulto la
persona sigue siendo culpable pero se le ha perdonado el cumplimiento de la
pena.
La figura del indulto se regía por la Ley de 18 de junio de 1870,
que regula el “ejercicio de la gracia de
indulto”. Esta ley fue modificada en 1988 por un gobierno de Felipe
González, singularmente en lo relativo a anular la obligación de motivar el
indulto, lo cual sorprende porque las sentencias han de ser motivadas y se ha
de motivar, también, la responsabilidad penal y muchas otras decisiones
administrativas, pero no el indulto total (comprende la remisión de todas las
penas a que hubiere sido condenado el reo y que aún no hubieren sido cumplidas)
o parcial (supone la remisión de alguna o algunas de las penas impuestas o su
conmutación por otras menos graves).
La figura del indulto hunde sus raíces en la potestad de
los monarcas absolutos para conceder medidas de gracia a sus súbditos. El
advenimiento del parlamentarismo no impidió que se mantuviera esta figura
jurídica, longeva, de rancia tradición histórica, siempre de actualidad, pero
construida sobre arenas movedizas y ahora en manos de ejecutivos elegidos
democráticamente.
El indulto lo concede el Consejo de Ministros en nombre
del Rey, a instancias del Ministerio de Justicia y lo pueden solicitar los
penados, sus parientes o cualquier otra persona en su nombre (sin necesidad de
que acredite la representación del penado) el tribunal que condenó, el Tribunal
Supremo o el fiscal de cualquiera de ellos, el juez de vigilancia penitenciaria,
la Cofradía
de Nuestro Padre Jesús el Rico, (privilegio concedido por Carlos III) el jurado
en el caso de que proponga veredicto de culpabilidad y considere motivos para
solicitar el indulto y el gobierno tomando la iniciativa en la instrucción del
expediente. El indulto se concede mediante Real Decreto donde aparece el nombre
de la persona indultada, el delito o delitos por los que fue condenada y las
penas impuestas. El mismo texto del indulto expresa qué penas son objeto de
indulto y en qué medida (total, parcial o bien objeto de conmutación por otra
pena más liviana).
La redacción de la ley del indulto es incompleta y
ambigua, de forma que establecido un criterio se introducen medidas para
excepcionar el criterio principal. Sin embargo, nada se ha hecho para solucionar
esta ambigüedad, sino que se ha incrementado al no tener el gobierno la
obligación de motivar el indulto, de forma que habría que considerar que se
trata más de una estrategia que de un error.
La figura fronteriza del indulto, así como su utilización,
constituye una pendiente resbaladiza que va desde la discrecionalidad hacia la
arbitrariedad dolosa. Surgido desde una concepción absolutista del poder, el
indulto lleva a la sospecha de que en ocasiones el ejecutivo tiene razones
ocultas para conceder el perdón. La ausencia de motivación en su concesión y denegación,
a diferencia de lo que establecía la ley de 1870, favorece la sospecha, la arbitrariedad
y el abuso, y genera un contrasentido que habría que evitar: que se condena
mediante sentencia motivada y se indulta mediante un real decreto no motivado.
La gracia del indulto no se ha establecido en la sociedad
para buscar la puerta por donde escamotear la labor de la justicia, sino para
aplicar medidas de gracia cuando por exigencias de humanidad se pudiera reducir
o convalidad una pena pendiente. Pero, desgraciadamente, el indulto se ha
convertido en una gracia penal para que los gobiernos de turno puedan liberar de
las condenas sentenciadas a sus amigos y correligionarios.
En un sistema parlamentario son las cámaras legislativas y
no los gobiernos las que ostentan la más directa legitimidad procedente de la
voluntad popular, aunque las democracias contemporáneas vayan más bien en la
dirección de debilitar al legislativo para lograr ejecutivos fuertes y
estables. Tendrían que ser ellas, por tanto, quienes tuviesen las última
palabra en la aplicación de un medida tan extraordinaria porque, además, son
también ellas quienes aprueban las leyes que conducen a las sentencias que
serán objeto de indulto.
Desde la asociación Jueces para la Democracia se denuncian
que “el Ejecutivo no explica por qué
indulta a las personas. Se están dejando sin contenido decisiones judiciales
que en algunos casos se han llevado adelante después de muchísimo tiempo de
investigación y de grandes esfuerzos, lo que ha dejado algunas sentencias en
papel mojado”. Además, esta asociación cree que es necesaria una reforma de
la ley que regule la motivación obligatoria de cada indulto y que establezca un
control judicial sobre esta medida de gracia.
En lo que va de legislatura, el gobierno de Rajoy ha
concedido 806 indultos, lo que supone una media cercana de dos al día. De los
434 casos aprobados sólo en 2012, 34 fueron propuestos por el Ministerio de
Defensa y el resto por el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón. Algunos
de estos indultos fueron especialmente polémicos, como el concedido a cuatro
mossos d’Esquadra que habían sido condenados por torturas, el otorgado a un
conductor kamikaze, un caso en el que la controversia se acrecentó al conocerse
que el condenado trabajaba en el mismo bufete de abogados que emplea a uno de
los hijos de Gallardón o el último, concedido a un guardia civil condenado por
grabar una agresión sexual y mofarse de la víctima cuando su obligación era
prestarle auxilio y evitar el delito.
No obstante, las cifras totales de esta legislatura no son
muy diferentes a las registradas con otros gobiernos. Durante las dos últimas
legislaturas de gobierno del PSOE, con Zapatero al frente, se perdonó a 454
condenados en 2005, a
520 en 2006, a
521 en 2007, a
405 en 2008, a
423 en 2009, a
404 en 2010 y a 301 en 2011.
Uno de los indultos más escandalosos de los concedidos por
Zapatero fue el de Alfredo Sáenz Abad, consejero delegado del Banco de
Santander y el quinto banquero mejor pagado del mundo (10,2 millones de euros
al año), que fue ejemplo de infamia y de abuso difícilmente superable.
Alfredo Sáenz Abad fue condenado en febrero de 2011 por un
delito de acusación falsa a la pena de tres meses de arresto mayor, a una multa
de 400 euros y a suspensión de profesiones u oficios relacionados con el
desempeño de cargos de dirección, públicos o privados, vinculados con entidades
bancarias, crediticias o financieras. También fueron condenados en la misma sentencia
Miguel Ángel Calama Teixeira y el abogado Rafael Jiménez de Parga Cabrera.
El Tribunal Supremo condenó a Alfredo Sáenz Abad en 2011 y
ese mismo año este señor, ejemplo para los tratados de inmoralidad que aún han
de escribirse, fue indultado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero. El Gobierno
conmutó la pena de arresto y de suspensión por una pena de multa y añadió en el
texto del indulto: “quedando sin efecto
cualesquiera otras consecuencias jurídicas o efectos derivados de la sentencia,
incluido cualquier impedimento para ejercer la actividad bancaria”. Los
términos en los que se concedió este indulto plantearon la cuestión de si se
podía eliminar la nota de deshonor que suponía tener antecedentes penales y que
impedía el ejercicio de la profesión de banquero, aunque para el gobierno de
Zapatero esta cuestión no planteó ninguna controversia, quizás porque el PSOE,
al igual que el PP, tenía fuertes deudas con el Banco de Santander que, según
las malas lenguas, fueron condonadas oportunamente.
En el momento de la comisión del delito la ley establecía
como condición para ejercer la actividad bancaria “contar con un consejo de administración integrado por personas de
reconocida honorabilidad comercial y profesional”, de ahí que el indulto del gobierno del PSOE introdujera el inciso
final anteriormente comentado para remediar la tacha de deshonor que caía sobre
Alfredo Sáenz, que es un banquero que cobró al jubilarse en el año 2013, en
plena crisis económica y mientras los desahuciados por la banca se arrojaban
por las ventanas, una pensioncita de 88’1 millones de euros. Tal decisión o
regalo de limpiarle el expediente mereció el aplauso de Botín y de la patronal
bancaria, que se deshicieron en elogios sobre la probidad y profesionalidad del
condenado así como sobre la altura de miras del gobierno.
Una vez concedido el indulto, algunos afectados por el delito
cometido por los banqueros recurrieron ante el Tribunal Supremo, resultando de
todo ello que fue anulado parcialmente. En su sentencia, el alto tribunal
indicaba que el ejecutivo podía indultar la pena pero no las consecuencias
jurídico-administrativas que se derivaban de la condena. Por estos motivos, el
Supremo declaró la nulidad del pleno derecho de los incisos finales de los
Reales Decretos que concedían los indultos a Sáenz y Calama.
El debate en cualquier caso no se
centra en la figura del delito en sí, sino en cómo se administra el indulto, en
quién debe otorgarlo y en cómo delimitar los demás requisitos para concederlo.
La experiencia nos dice,
desgraciadamente, que el indulto es una figura jurídica que utilizan los
gobiernos de manera arbitraria para degradar a la justicia, creando una para
sus amigos (banqueros, corruptos, empresarios…) a los que exime de cumplir la
ley, y otra para los demás, que sí están sometidos a los tribunales y quedan
exentos de las medidas de gracia.
Es urgente y necesaria una
reforma de la Ley
del Indulto para evitar que esta medida de gracia se decida en el Consejo de
Ministros y que, en ningún caso, se puedan indultar delitos que causen alarma
social, como son los de corrupción, torturas, malos tratos y de seguridad vial
que hayan causado la muerte por una conducción temeraria. La reforma que se
precisa debe acabar con el margen de arbitrariedad del que goza el gobierno,
toda vez que PSOE y PP han abusado de su utilización, ya que en este asunto,
como en tantos otros, no se observan diferencias
significativas en su ejercicio. Ambos partidos indultan y ninguno da
explicaciones ni argumenta las razones que han conducido a cada perdón,
pretextando que la ley no les obliga. En resumen, hoy no existe fórmula legal
que controle la decisión de indultar y esto resulta calamitoso.
Una nueva regulación es la única
forma de acabar con la injerencia legal del gobierno en los otros poderes del
Estado y de poner fin a la alarma social provocada por el indulto de
prevaricadores, corruptos, defraudadores, torturadores, maltratadores o amigos,
por ejemplo.
Corresponde al parlamento elaborar
una ley que vincule el indulto a la opinión del tribunal sentenciador y que
obligue al gobierno a motivar la razón de que, en determinados casos, se impida
el cumplimiento de sentencias firmes de los tribunales, que no otra cosa
representan los indultos. Desde esta óptica, una regulación del indulto
conforme con los principios constitucionales exige, por un lado, establecer la
necesidad ineludible de que el indulto sea motivado y, por otro, excluir del
derecho de gracia a los delitos que por su gravedad y circunstancias no lo
merecen. Con esta reforma el indulto seguiría siendo una facultad del gobierno
pero limitada por la justicia.
En un Estado constitucional el
indulto es necesario como válvula de seguridad del sistema penal (puede evitar la
aplicación de una pena desorbitada, injusta, extemporánea, cruel o inútil) pero
no es admisible el indulto arbitrario y contrario a la justicia. Por el
contrario, si el indulto se mantiene como está, el gobierno se convierte en una
cuarta instancia que corrige al poder judicial y deja sin efecto sus
resoluciones cuando le viene en gana, siendo indudable que esta situación es
incompatible con los principios y valores de un Estado de Derecho.
María José Pérez Salazar forma
parte del Consejo Político Local de IU de Azuqueca de Henares