Llegó la hora, es el momento de que las cosas cambien

18 de Noviembre de 2010

UN SALUDO A TODOS LOS CIUDADANOS AZUDENSES QUE CREEN QUE LLEGÓ EL MOMENTO DEL CAMBIO

La crisis económica y social amarga nuestras vidas. No es la primera vez que ocurre algo así. En el siglo XIX, desde la primera convulsión del capitalismo allá por 1848, las crisis económicas se sucedieron con una regularidad que impresiona hasta sumar cinco episodios, uno por década. En el siglo XX el capitalismo generó otras seis grandes crisis (1906, 1920, 1929, 1973, 1992 y 2000) y una de ellas, la Gran Depresión, desembocó en la mayor carnicería de la historia de la humanidad bajo la forma de guerra mundial, totalitarismos y holocausto. En el siglo que acaba de comenzar padecemos otra crisis especialmente virulenta y equiparable en parte a la crisis del 29: la que estalló entre los años 2007-2008. El balance general que nos brinda la historia del capitalismo es, por lo tanto, muy claro: doce crisis en poco más de siglo y medio o, lo que es lo mismo, aproximadamente una crisis económica cada catorce años.

Todas estas crisis tienen puntos en común y, sobre todo, un desenlace idéntico: sus consecuencias inmediatas las pagaron siempre los más desfavorecidos.

Además de ser intrínsecamente inestable, el capitalismo ha dejado en la cuneta al 80% de la población mundial. El capitalismo, por tanto, es un sistema económicamente ineficiente porque no es capaz de sastisfacer las necesidades básicas de los seres humanos, a lo que une su condición de depredador de los recursos de un planeta que ya no aguanta más y que está comenzando a rebelarse contra la humanidad.

En la actualidad los grandes partidos nacionales se han convertido, por convicción o por impotencia, en abanderados de una visión del capitalismo singularmente dañina: el neoliberalismo. Parece que les importe más el bienestar del gran capital que el de los ciudadanos. Esos partidos aprueban paquetes multimillonarios de ayudas para una banca codiciosa e irresponsable mientras que endurecen la legislación laboral, rebajan el sueldo a los trabajadores y anuncian la reducción de las pensiones.

Para mantener sus cuotas de poder esos partidos mantienen un tinglado, el del bipartidismo, que pervierte el ideal representativo de la democracia. Para ello cuentan con la inestimable ayuda de pequeñas formaciones nacionalistas que, a cambio, reciben cuotas de poder muy por encima de la realidad social y política a la que representan. Obviamente, en este juego de suma cero, quien sale perdiendo es Izquierda Unida ya que el exceso de representación del PSOE, del PP y de los nacionalistas es el resultado del robo de la representación política que legítimamente deberíamos tener.

En Izquierda Unida de Azuqueca de Henares estamos convencidos de que el cambio no es una opción sino una obligación. El tiempo se agota y el margen se estrecha. Estamos llegando al límite físico de un sistema que atenta gravemente contra el equilibrio ecológico, la justicia, la igualdad y la paz social. El número de ciudadanos conscientes de esta realidad tan grave aumenta a diario aunque su voz no se escucha aún lo suficiente.

Por eso hemos creado este blog. En él los miembros de la candidatura de Izquierda Unida de Azuqueca de Henares y otros afiliados de nuestra organización expondremos nuestras reflexiones y propuestas para contribuir a una discusión serena sobre los graves retos a los que hemos de hacer frente, tanto a nivel general como local.

Pretendemos animar un debate social pervertido por gente que se escuda en el anonimato que proporciona internet para insultar cobardemente al adversario, por tertulias escandalosas y por mercenarios de la opinión que cobran por envenenar las conciencias. ¡Basta ya de rebuznos, de groserías, de zafiedad y de silencios cómplices!

Hay quienes considerarán que nuestros objetivos son muy ambiciosos. Cierto. Pero la urgencia de afrontarlos no es menor que la magnitud del desafío ante el que hemos de medirnos.

Concluyamos esta presentación con una frase inmortal de nuestro Francisco de Quevedo que, a pesar del tiempo transcurrido desde que se escribió, viene muy a punto: si quieres leernos "léenos, y si no, déjalo, que no hay pena para quien no nos leyere."

Consejo Político Local de IU

viernes, 4 de julio de 2014

Yo te perdono

El poder legisla a su conveniencia y perdona a los suyos. Mientras, al pueblo, badana

La imagen pública del indulto está muy desacreditada, lo cual no extraña si tenemos en cuenta su mal uso, su abuso, por los consejos de ministros de los gobiernos del PSOE y del PP.

Comencemos definiéndolo: el indulto es una causa de extinción de la responsabilidad penal que supone el perdón de la pena. Es diferente, por tanto, a la amnistía, que supone el perdón del delito. Por el indulto la persona sigue siendo culpable pero se le ha perdonado el cumplimiento de la pena.

La figura del indulto se regía por la Ley de 18 de junio de 1870, que regula el “ejercicio de la gracia de indulto”. Esta ley fue modificada en 1988 por un gobierno de Felipe González, singularmente en lo relativo a anular la obligación de motivar el indulto, lo cual sorprende porque las sentencias han de ser motivadas y se ha de motivar, también, la responsabilidad penal y muchas otras decisiones administrativas, pero no el indulto total (comprende la remisión de todas las penas a que hubiere sido condenado el reo y que aún no hubieren sido cumplidas) o parcial (supone la remisión de alguna o algunas de las penas impuestas o su conmutación por otras menos graves).

La figura del indulto hunde sus raíces en la potestad de los monarcas absolutos para conceder medidas de gracia a sus súbditos. El advenimiento del parlamentarismo no impidió que se mantuviera esta figura jurídica, longeva, de rancia tradición histórica, siempre de actualidad, pero construida sobre arenas movedizas y ahora en manos de ejecutivos elegidos democráticamente.

El indulto lo concede el Consejo de Ministros en nombre del Rey, a instancias del Ministerio de Justicia y lo pueden solicitar los penados, sus parientes o cualquier otra persona en su nombre (sin necesidad de que acredite la representación del penado) el tribunal que condenó, el Tribunal Supremo o el fiscal de cualquiera de ellos, el juez de vigilancia penitenciaria, la Cofradía de Nuestro Padre Jesús el Rico, (privilegio concedido por Carlos III) el jurado en el caso de que proponga veredicto de culpabilidad y considere motivos para solicitar el indulto y el gobierno tomando la iniciativa en la instrucción del expediente. El indulto se concede mediante Real Decreto donde aparece el nombre de la persona indultada, el delito o delitos por los que fue condenada y las penas impuestas. El mismo texto del indulto expresa qué penas son objeto de indulto y en qué medida (total, parcial o bien objeto de conmutación por otra pena más liviana).

La redacción de la ley del indulto es incompleta y ambigua, de forma que establecido un criterio se introducen medidas para excepcionar el criterio principal. Sin embargo, nada se ha hecho para solucionar esta ambigüedad, sino que se ha incrementado al no tener el gobierno la obligación de motivar el indulto, de forma que habría que considerar que se trata más de una estrategia que de un error.

La figura fronteriza del indulto, así como su utilización, constituye una pendiente resbaladiza que va desde la discrecionalidad hacia la arbitrariedad dolosa. Surgido desde una concepción absolutista del poder, el indulto lleva a la sospecha de que en ocasiones el ejecutivo tiene razones ocultas para conceder el perdón. La ausencia de motivación en su concesión y denegación, a diferencia de lo que establecía la ley de 1870, favorece la sospecha, la arbitrariedad y el abuso, y genera un contrasentido que habría que evitar: que se condena mediante sentencia motivada y se indulta mediante un real decreto no motivado.

La gracia del indulto no se ha establecido en la sociedad para buscar la puerta por donde escamotear la labor de la justicia, sino para aplicar medidas de gracia cuando por exigencias de humanidad se pudiera reducir o convalidad una pena pendiente. Pero, desgraciadamente, el indulto se ha convertido en una gracia penal para que los gobiernos de turno puedan liberar de las condenas sentenciadas a sus amigos y correligionarios.

En un sistema parlamentario son las cámaras legislativas y no los gobiernos las que ostentan la más directa legitimidad procedente de la voluntad popular, aunque las democracias contemporáneas vayan más bien en la dirección de debilitar al legislativo para lograr ejecutivos fuertes y estables. Tendrían que ser ellas, por tanto, quienes tuviesen las última palabra en la aplicación de un medida tan extraordinaria porque, además, son también ellas quienes aprueban las leyes que conducen a las sentencias que serán objeto de indulto.

Desde la asociación Jueces para la Democracia se denuncian que “el Ejecutivo no explica por qué indulta a las personas. Se están dejando sin contenido decisiones judiciales que en algunos casos se han llevado adelante después de muchísimo tiempo de investigación y de grandes esfuerzos, lo que ha dejado algunas sentencias en papel mojado”. Además, esta asociación cree que es necesaria una reforma de la ley que regule la motivación obligatoria de cada indulto y que establezca un control judicial sobre esta medida de gracia.

En lo que va de legislatura, el gobierno de Rajoy ha concedido 806 indultos, lo que supone una media cercana de dos al día. De los 434 casos aprobados sólo en 2012, 34 fueron propuestos por el Ministerio de Defensa y el resto por el Ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón. Algunos de estos indultos fueron especialmente polémicos, como el concedido a cuatro mossos d’Esquadra que habían sido condenados por torturas, el otorgado a un conductor kamikaze, un caso en el que la controversia se acrecentó al conocerse que el condenado trabajaba en el mismo bufete de abogados que emplea a uno de los hijos de Gallardón o el último, concedido a un guardia civil condenado por grabar una agresión sexual y mofarse de la víctima cuando su obligación era prestarle auxilio y evitar el delito.

No obstante, las cifras totales de esta legislatura no son muy diferentes a las registradas con otros gobiernos. Durante las dos últimas legislaturas de gobierno del PSOE, con Zapatero al frente, se perdonó a 454 condenados en 2005, a 520 en 2006, a 521 en 2007, a 405 en 2008, a 423 en 2009, a 404 en 2010 y a 301 en 2011.

Uno de los indultos más escandalosos de los concedidos por Zapatero fue el de Alfredo Sáenz Abad, consejero delegado del Banco de Santander y el quinto banquero mejor pagado del mundo (10,2 millones de euros al año), que fue ejemplo de infamia y de abuso difícilmente superable.

Alfredo Sáenz Abad fue condenado en febrero de 2011 por un delito de acusación falsa a la pena de tres meses de arresto mayor, a una multa de 400 euros y a suspensión de profesiones u oficios relacionados con el desempeño de cargos de dirección, públicos o privados, vinculados con entidades bancarias, crediticias o financieras. También fueron condenados en la misma sentencia Miguel Ángel Calama Teixeira y el abogado Rafael Jiménez de Parga Cabrera.

El Tribunal Supremo condenó a Alfredo Sáenz Abad en 2011 y ese mismo año este señor, ejemplo para los tratados de inmoralidad que aún han de escribirse, fue indultado por el Gobierno de Rodríguez Zapatero. El Gobierno conmutó la pena de arresto y de suspensión por una pena de multa y añadió en el texto del indulto: “quedando sin efecto cualesquiera otras consecuencias jurídicas o efectos derivados de la sentencia, incluido cualquier impedimento para ejercer la actividad bancaria”. Los términos en los que se concedió este indulto plantearon la cuestión de si se podía eliminar la nota de deshonor que suponía tener antecedentes penales y que impedía el ejercicio de la profesión de banquero, aunque para el gobierno de Zapatero esta cuestión no planteó ninguna controversia, quizás porque el PSOE, al igual que el PP, tenía fuertes deudas con el Banco de Santander que, según las malas lenguas, fueron condonadas oportunamente.

En el momento de la comisión del delito la ley establecía como condición para ejercer la actividad bancaria “contar con un consejo de administración integrado por personas de reconocida honorabilidad comercial y profesional”, de ahí que el indulto del gobierno del PSOE introdujera el inciso final anteriormente comentado para remediar la tacha de deshonor que caía sobre Alfredo Sáenz, que es un banquero que cobró al jubilarse en el año 2013, en plena crisis económica y mientras los desahuciados por la banca se arrojaban por las ventanas, una pensioncita de 88’1 millones de euros. Tal decisión o regalo de limpiarle el expediente mereció el aplauso de Botín y de la patronal bancaria, que se deshicieron en elogios sobre la probidad y profesionalidad del condenado así como sobre la altura de miras del gobierno.

Una vez concedido el indulto, algunos afectados por el delito cometido por los banqueros recurrieron ante el Tribunal Supremo, resultando de todo ello que fue anulado parcialmente. En su sentencia, el alto tribunal indicaba que el ejecutivo podía indultar la pena pero no las consecuencias jurídico-administrativas que se derivaban de la condena. Por estos motivos, el Supremo declaró la nulidad del pleno derecho de los incisos finales de los Reales Decretos que concedían los indultos a Sáenz y Calama.

El debate en cualquier caso no se centra en la figura del delito en sí, sino en cómo se administra el indulto, en quién debe otorgarlo y en cómo delimitar los demás requisitos para concederlo.

La experiencia nos dice, desgraciadamente, que el indulto es una figura jurídica que utilizan los gobiernos de manera arbitraria para degradar a la justicia, creando una para sus amigos (banqueros, corruptos, empresarios…) a los que exime de cumplir la ley, y otra para los demás, que sí están sometidos a los tribunales y quedan exentos de las medidas de gracia.

Es urgente y necesaria una reforma de la Ley del Indulto para evitar que esta medida de gracia se decida en el Consejo de Ministros y que, en ningún caso, se puedan indultar delitos que causen alarma social, como son los de corrupción, torturas, malos tratos y de seguridad vial que hayan causado la muerte por una conducción temeraria. La reforma que se precisa debe acabar con el margen de arbitrariedad del que goza el gobierno, toda vez que PSOE y PP han abusado de su utilización, ya que en este asunto, como en tantos otros,  no se observan diferencias significativas en su ejercicio. Ambos partidos indultan y ninguno da explicaciones ni argumenta las razones que han conducido a cada perdón, pretextando que la ley no les obliga. En resumen, hoy no existe fórmula legal que controle la decisión de indultar y esto resulta calamitoso.

Una nueva regulación es la única forma de acabar con la injerencia legal del gobierno en los otros poderes del Estado y de poner fin a la alarma social provocada por el indulto de prevaricadores, corruptos, defraudadores, torturadores, maltratadores o amigos, por ejemplo.

Corresponde al parlamento elaborar una ley que vincule el indulto a la opinión del tribunal sentenciador y que obligue al gobierno a motivar la razón de que, en determinados casos, se impida el cumplimiento de sentencias firmes de los tribunales, que no otra cosa representan los indultos. Desde esta óptica, una regulación del indulto conforme con los principios constitucionales exige, por un lado, establecer la necesidad ineludible de que el indulto sea motivado y, por otro, excluir del derecho de gracia a los delitos que por su gravedad y circunstancias no lo merecen. Con esta reforma el indulto seguiría siendo una facultad del gobierno pero limitada por la justicia.

En un Estado constitucional el indulto es necesario como válvula de seguridad del sistema penal (puede evitar la aplicación de una pena desorbitada, injusta, extemporánea, cruel o inútil) pero no es admisible el indulto arbitrario y contrario a la justicia. Por el contrario, si el indulto se mantiene como está, el gobierno se convierte en una cuarta instancia que corrige al poder judicial y deja sin efecto sus resoluciones cuando le viene en gana, siendo indudable que esta situación es incompatible con los principios y valores de un Estado de Derecho.

María José Pérez Salazar forma parte del Consejo Político Local de IU de Azuqueca de Henares

martes, 1 de julio de 2014

Las trampas de la elección directa de los alcaldes

Trampa: dícese del acto de cambiar las reglas del juego a mitad de la partida y a conveniencia propia, con disimulo o torpemente, con el propósito de engañar y perjudicar al adversario

Varios argumentos son utilizados para defender la elección directa de los alcaldes, aunque la mayoría de ellos poco tienen que ver con lo que significa tener alcaldes plebiscitados. Veamos los dos más relevantes:

  1. Un alcalde elegido directamente por los vecinos es más democrático que si lo es  por los concejales. En otras palabras, a la hora de elegir regidores es preferible la democracia directa a la indirecta. 
  1. Los alcaldes monocráticos infunden estabilidad a los gobiernos municipales y evitan el transfuguismo, que es fuente de males mayores como la corrupción y la traición al compromiso dado a los electores. Por tanto, eficacia en el gobierno y limpieza en la política serían razones adicionales a favor de la elección directa de los alcaldes. 
Analicemos el primer argumento, el de más democracia, ligado a la elección sin intermediarios de la máxima autoridad municipal. Si se da por bueno, significaría concluir que los sistemas presidencialistas son superiores a los parlamentarios, lo cual nadie ha demostrado aún porque no es cierto. Tanto el presidencialismo como el parlamentarismo funcionan en un contexto, están sometidos a desviaciones y cuentan con mecanismos correctivos que si los comparamos no siempre actúan como es debido. La democracia no es únicamente una cuestión que dependa del grado de elección, con ser importante, sino, también, de la eficacia de los controles sobre la autoridad, de la fiscalización del ejercicio del poder, de los frenos y contrapesos y de la capacidad de inclusión del cuerpo electoral y de la ciudadanía cuando se toman decisiones. La democracia es más que procedimiento, es sustancia, no sólo es norma sino materia. Además, la experiencia dice que el presidencialismo no es mejor que la democracia deliberativa o de consenso, que parece más blindada frente a los caudillismos y las desviaciones autoritarias del poder. Si se piensa bien, el presidencialismo funciona a las mil maravillas cuando el elegido es una figura providencial, un ejemplo a seguir, una persona íntegra y honesta, uno entre un millón. Por otra parte, la democracia deliberativa, para dar lo mejor de sí, exige una cultura política avanzada y un amplio grado de igualdad. Como lo primero es más difícil que lo segundo, resulta realista no confiar demasiado en los personalismos como la llave que abrirá todas las puertas. Si el poder colectivo sufre tentaciones, qué no le ocurrirá al poder individual que, por lo demás, puede recurrir a la legitimación directa para justificar sus actos.  

En cuanto al segundo bloque de argumentos, los relacionados con la eficacia, la limpieza y el respeto a la decisión de los ciudadanos, nos llevan a considerar lo siguiente. Es verdad que donde hay un alcalde monocrático no cabe el transfuguismo de los concejales, pero tal cosa se logra a costa de extirpar el principal instrumento de control de la oposición sobre el alcalde: la moción de censura. Sucede aquí que a veces el remedio es peor que la enfermedad, lo cual no quiere decir que todas las mociones de censura sean justificables aunque algunas resulten absolutamente necesarias. Es preciso pensarse dos veces si es conveniente renunciar a la moción de censura para evitar el transfuguismo porque evitando la corrupción entre los concejales no se impedirá entre los alcaldes. Aquí puede traerse la fórmula de la revocación de los alcaldes por una mayoría muy cualificada del pleno, lo cual iría contra la esencia de la elección directa de los alcaldes y que, por una cuestión de principio, hay que rechazar, o la revocación por petición popular, compatible con el presidencialismo, pero muy difícil en su ejecución, como manifiesta el ejemplo alemán de alcaldes elegidos directamente, con mandatos muy largos (de cinco a nueve años) y con elementos de democracia directa como la revocación, los referéndumes vinculantes, las iniciativas y las asambleas ciudadanas. Tras mucho pensarlo, el transfuguismo, que es un mal que hay que extirpar (aunque está ligado al mandato representativo, lo cual se pasa por alto) debe combatirse de otro modo y no eliminando instrumentos de control. Así que, sentado lo anterior, los sistemas presidencialistas no son más honestos por definición que los parlamentarios. 

Además, los defensores del presidencialismo siempre flaquean a la hora de explicarnos cómo hacer frente a las desviaciones perniciosas del poder cuando se concentra en una persona. Finalmente, en cuanto a la eficacia, es evidente que una institución unipersonal puede decidir antes que una colegiada, que es más proclive a los retrasos e, incluso, a los bloqueos, pero a veces al precio de reducir la representatividad de la decisión, que es tanto como hablar de su permanencia y estabilidad en el tiempo. En otro orden de cosas, los alcaldes plebiscitados pueden debilitar a los partidos e, incluso, oponerse a ellos. Dicho así, esto no es bueno ni malo per se. En ocasiones puede resultar una bendición que una persona honesta, sobre la base de un movimiento ciudadano, rompa viejos oligopolios partidistas si su intención es sincera y pretende mejorar la sociedad, pero no olvidemos la posibilidad, que también existe, de elección de personajes mediáticos y corruptos por la atracción que despiertan (bien por su discurso demagógico, por las promesas realizadas, por la campaña que les eleva, por la irracionalidad de las decisiones colectivas o porque, simplemente, conectan mejor en un momento determinado con la opinión pública). No es evidente, por tanto, que estos argumentos a favor de los alcaldes monocráticos sean indiscutibles por lo que, de nuevo, hay que remitirse a otros aspectos del sistema político menos llamativos pero muy importantes para mejorar la calidad de la democracia local.

Sentado lo anterior, es preciso decir que en el debate sobre la elección directa de los alcaldes hay aspectos que se ocultan así como otras discusiones que se mezclan indebidamente. Lo primero que hay significar es que los alcaldes que se eligen en España son cualquier cosa menos débiles: determinan las delegaciones de los concejales y las quitan, son jefes del gobierno municipal, presiden la junta de gobierno, pueden presidir de facto (y no sólo formalmente) todas las comisiones, organismos consultivos y de representación, además de dirigir los plenos y ser jefes de la policía local. Por lo tanto, acumulan una reserva de poder muy importante aunque para ejercerlo necesitan una mayoría en la que sostenerse y que se la dan los concejales. Es decir, en España no hay un problema de ingobernabilidad de los ayuntamientos por inanidad de los alcaldes sino de mayor transparencia, que no se logrará por la vía de incrementar los poderes de los alcaldes quitándoselos al pleno (por ejemplo, la competencia de aprobar los presupuestos o la moción de censura) o por la vía de constituir una junta de gobierno más personalista y con más competencias arrancadas de los plenos. A esto hay que añadir que no hay una sola forma de elección directa de los alcaldes, que va del sistema mayoritario puro, a las dos vueltas o a la insensatez de las listas vinculadas, resultando en todos los casos, por norma general, el reforzamiento de los partidos más fuertes frente a los más pequeños (excepto en coyunturas de profundo cambio político y social) así como una representatividad del cuerpo electoral mucho menor por sustitución del principio proporcional frente al mayoritario. Además, el debate sobre la elección directa de los alcaldes se ha puesto encima de la mesa cuando ha convenido a las fuerzas del bipartidismo, bien para debilitar a sus adversarios electorales, inhabilitar coaliciones que les pudieran arrebatar alcaldías o para responder a sonados casos de corrupción que les dejaban en una situación muy delicada.

No traen los partidos de gobierno, PP y PSOE, este cuestión al orden del día de la política para mejorar la democracia local sino por conveniencia y cálculo. En su espíritu está sustituir la proporcionalidad por el principio mayoritario que, como es sabido, deja sin representación a las minorías por elevación a mayoría absoluta de la minoría mayoritaria, favorece el bipartidismo, lo cual les permitiría conquistar alcaldías con bastantes menos votos que la oposición, a lo que se añade que la oposición quedaría muy dañada en su capacidad de control.

En conclusión, no parece que el deseo de una mayor democracia local se logre sin más eligiendo directamente al alcalde. Esta es una cuestión de mayor calado que requiere transformaciones legales y prácticas que superan el orden de lo político. Más bien habría que reforzar, dentro del esquema parlamentario, las instituciones y los usos de la democracia directa, así como una mayor eficacia de los mecanismos de control ya existentes.

Que por una elección apresurada no haya que repetir con pesar las palabras del labrador Rana, personaje del entremés cervantino que al referirse a los regidores decía: si fuesen malos, ruega por su enmienda.

Emilio Alvarado Pérez es portavoz del Grupo Municipal de IU