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Trampa: dícese del acto de cambiar las reglas del juego a mitad de la partida y a conveniencia propia, con disimulo o torpemente, con el propósito de engañar y perjudicar al adversario |
Varios argumentos son utilizados
para defender la elección directa de los alcaldes, aunque la mayoría de ellos
poco tienen que ver con lo que significa tener alcaldes plebiscitados. Veamos los
dos más relevantes:
- Un alcalde elegido directamente por los vecinos es
más democrático que si lo es por
los concejales. En otras palabras, a la hora de elegir regidores es
preferible la democracia directa a la indirecta.
- Los alcaldes monocráticos infunden estabilidad a
los gobiernos municipales y evitan el transfuguismo, que es fuente de
males mayores como la corrupción y la traición al compromiso dado a los
electores. Por tanto, eficacia en el gobierno y limpieza en la política
serían razones adicionales a favor de la elección directa de los alcaldes.
Analicemos el primer argumento,
el de más democracia, ligado a la elección sin intermediarios de la máxima
autoridad municipal. Si se da por bueno, significaría concluir que los
sistemas presidencialistas son superiores a los parlamentarios, lo cual nadie
ha demostrado aún porque no es cierto. Tanto el presidencialismo como el
parlamentarismo funcionan en un contexto, están sometidos a desviaciones y
cuentan con mecanismos correctivos que si los comparamos no siempre actúan como
es debido. La democracia no es únicamente una cuestión que dependa del grado de
elección, con ser importante, sino, también, de la eficacia de los controles
sobre la autoridad, de la fiscalización del ejercicio del poder, de los frenos
y contrapesos y de la capacidad de inclusión del cuerpo electoral y de la
ciudadanía cuando se toman decisiones. La democracia es más que procedimiento,
es sustancia, no sólo es norma sino materia. Además, la experiencia dice que el
presidencialismo no es mejor que la democracia deliberativa o de consenso, que
parece más blindada frente a los caudillismos y las desviaciones autoritarias
del poder. Si se piensa bien, el presidencialismo funciona a las mil maravillas
cuando el elegido es una figura providencial, un ejemplo a seguir, una persona
íntegra y honesta, uno entre un millón. Por otra parte, la democracia
deliberativa, para dar lo mejor de sí, exige una cultura política avanzada y un
amplio grado de igualdad. Como lo primero es más difícil que lo segundo,
resulta realista no confiar demasiado en los personalismos como la llave que
abrirá todas las puertas. Si el poder colectivo sufre tentaciones, qué no le
ocurrirá al poder individual que, por lo demás, puede recurrir a la
legitimación directa para justificar sus actos.
En cuanto al segundo bloque de
argumentos, los relacionados con la eficacia, la limpieza y el respeto a la
decisión de los ciudadanos, nos llevan a considerar lo siguiente. Es verdad que
donde hay un alcalde monocrático no cabe el transfuguismo de los concejales,
pero tal cosa se logra a costa de extirpar el principal instrumento de control
de la oposición sobre el alcalde: la moción de censura. Sucede aquí que a veces
el remedio es peor que la enfermedad, lo cual no quiere decir que todas las
mociones de censura sean justificables aunque algunas resulten absolutamente
necesarias. Es preciso pensarse dos veces si es conveniente renunciar a la
moción de censura para evitar el transfuguismo porque evitando la corrupción
entre los concejales no se impedirá entre los alcaldes. Aquí puede traerse la
fórmula de la revocación de los alcaldes por una mayoría muy cualificada del pleno,
lo cual iría contra la esencia de la elección directa de los alcaldes y que,
por una cuestión de principio, hay que rechazar, o la revocación por petición
popular, compatible con el presidencialismo, pero muy difícil en su ejecución,
como manifiesta el ejemplo alemán de alcaldes elegidos directamente, con
mandatos muy largos (de cinco a nueve años) y con elementos de democracia
directa como la revocación, los referéndumes vinculantes, las iniciativas y las
asambleas ciudadanas. Tras mucho pensarlo, el transfuguismo, que es un mal que
hay que extirpar (aunque está ligado al mandato representativo, lo cual se pasa
por alto) debe combatirse de otro modo y no eliminando instrumentos de control.
Así que, sentado lo anterior, los sistemas presidencialistas no son más
honestos por definición que los parlamentarios.
Además, los defensores del
presidencialismo siempre flaquean a la hora de explicarnos cómo hacer frente a
las desviaciones perniciosas del poder cuando se concentra en una persona.
Finalmente, en cuanto a la eficacia, es evidente que una institución
unipersonal puede decidir antes que una colegiada, que es más proclive a los
retrasos e, incluso, a los bloqueos, pero a veces al precio de reducir la
representatividad de la decisión, que es tanto como hablar de su permanencia y
estabilidad en el tiempo. En otro orden de cosas, los alcaldes plebiscitados
pueden debilitar a los partidos e, incluso, oponerse a ellos. Dicho así, esto
no es bueno ni malo per se. En
ocasiones puede resultar una bendición que una persona honesta, sobre la base
de un movimiento ciudadano, rompa viejos oligopolios partidistas si su
intención es sincera y pretende mejorar la sociedad, pero no olvidemos la
posibilidad, que también existe, de elección de personajes mediáticos y
corruptos por la atracción que despiertan (bien por su discurso demagógico, por
las promesas realizadas, por la campaña que les eleva, por la irracionalidad de
las decisiones colectivas o porque, simplemente, conectan mejor en un momento
determinado con la opinión pública). No es evidente, por tanto, que estos
argumentos a favor de los alcaldes monocráticos sean indiscutibles por lo que,
de nuevo, hay que remitirse a otros aspectos del sistema político menos
llamativos pero muy importantes para mejorar la calidad de la democracia local.
Sentado lo anterior, es preciso
decir que en el debate sobre la elección directa de los alcaldes hay aspectos
que se ocultan así como otras discusiones que se mezclan indebidamente. Lo primero
que hay significar es que los alcaldes que se eligen en España son cualquier
cosa menos débiles: determinan las delegaciones de los concejales y las quitan,
son jefes del gobierno municipal, presiden la junta de gobierno, pueden
presidir de facto (y no sólo formalmente) todas las comisiones, organismos
consultivos y de representación, además de dirigir los plenos y ser jefes de la
policía local. Por lo tanto, acumulan una reserva de poder muy importante aunque
para ejercerlo necesitan una mayoría en la que sostenerse y que se la dan los
concejales. Es decir, en España no hay un problema de ingobernabilidad de los
ayuntamientos por inanidad de los alcaldes sino de mayor transparencia, que no
se logrará por la vía de incrementar los poderes de los alcaldes quitándoselos
al pleno (por ejemplo, la competencia de aprobar los presupuestos o la moción
de censura) o por la vía de constituir una junta de gobierno más personalista y
con más competencias arrancadas de los plenos. A esto hay que añadir que no hay
una sola forma de elección directa de los alcaldes, que va del sistema
mayoritario puro, a las dos vueltas o a la insensatez de las listas vinculadas,
resultando en todos los casos, por norma general, el reforzamiento de los
partidos más fuertes frente a los más pequeños (excepto en coyunturas de
profundo cambio político y social) así como una representatividad del cuerpo
electoral mucho menor por sustitución del principio proporcional frente al
mayoritario. Además, el debate sobre la elección directa de los alcaldes se ha
puesto encima de la mesa cuando ha convenido a las fuerzas del bipartidismo,
bien para debilitar a sus adversarios electorales, inhabilitar coaliciones que
les pudieran arrebatar alcaldías o para responder a sonados casos de corrupción
que les dejaban en una situación muy delicada.
No traen los partidos de gobierno, PP y PSOE, este cuestión al orden del día de la política para mejorar la
democracia local sino por conveniencia y cálculo. En su espíritu está sustituir
la proporcionalidad por el principio mayoritario que, como es sabido, deja sin representación a las minorías por elevación a mayoría absoluta de la minoría mayoritaria, favorece
el bipartidismo, lo cual les permitiría conquistar
alcaldías con bastantes menos votos que la oposición, a lo que se añade que la
oposición quedaría muy dañada en su capacidad de control.
En conclusión, no parece que el
deseo de una mayor democracia local se logre sin más eligiendo directamente al
alcalde. Esta es una cuestión de mayor calado que requiere transformaciones
legales y prácticas que superan el orden de lo político. Más bien habría que
reforzar, dentro del esquema parlamentario, las instituciones y los usos de la
democracia directa, así como una mayor eficacia de los mecanismos de control ya
existentes.
Que por una elección apresurada no haya que repetir con pesar las palabras del labrador Rana, personaje del entremés cervantino que al referirse a los regidores decía: si fuesen malos, ruega por su enmienda.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del Grupo Municipal de IU