En nuestra querida democracia el pueblo no decide sobre las cuestiones importantes y los votos de los ciudadanos no valen igual |
El mismo Gobierno que siempre había sostenido que la Constitución era muy difícil de reformar y que se había negado a modificarla en asuntos de pura justicia, aprovecha el mes de agosto para plantear una reforma sustancial de la misma (fijar un techo de gasto público para todas las administraciones) sin consultar a la ciudadanía su parecer. No caben mayor oscurantismo ni precipitación en una cuestión tan importante.
Hay una limitación doble a la convocatoria de cualquier referéndum. La que se deriva de situaciones de excepcionalidad (estado de excepción y de sitio), en las que se prohíbe la celebración de cualquier clase de consulta, o en los períodos de 90 días anteriores y posteriores a la celebración de las elecciones, si bien esta última limitación no rige en el caso del referéndum sobre la reforma constitucional.
Una vez expuesto el marco legal del referéndum, cabe hacer una valoración de urgencia de la propuesta del Gobierno sobre la reforma de la Constitución y la posibilidad o no de convocar un referéndum. Por razones obvias, esta valoración queda sujeta a las nuevas informaciones que vayan apareciendo.
En lo relativo a la reforma alevosa de la Constitución planteada por el Gobierno, su tesis sobre el referéndum es la siguiente: no es conveniente en este caso ni, por supuesto, resulta obligatorio convocarlo. Y no lo es porque, según su parecer, la reforma planteada no afecta ni a la totalidad de la Constitución, ni al Título Preliminar, ni a los artículos que van del 15 al 29, ni al Título II. Aceptada esta premisa sólo podrá celebrarse si lo pide un décimo de los diputados o de los senadores, exigencia que en las actuales circunstancias, con una ley electoral tan desproporcional que adultera la representación política, parece imposible de cumplir. En pocas palabras, el Gobierno quiere evitar a toda costa que los ciudadanos reflexionen y decidan sobre una cuestión que va a afectar muy considerablemente a sus vidas. Para eso monta una argumentación muy endeble en la que se equipara la constitucionalización del techo de gasto a la reforma constitucional del año 1992, por la cual los ciudadanos de la UE que viven en España alcanzaron la condición de electores y elegibles en los comicios municipales. El sentido común nos dice que no cabe tal equivalencia, por mucho que el Gobierno se empeñe en defender lo contrario.
Además, hay una razón de mayor peso que hace imprescindible que se pregunte a la ciudadanía su parecer sobre este asunto: la enorme trascendencia de la medida. Todo el mundo entiende que el Estado del Bienestar se va por el desagüe si establecemos una relación exacta entre ingresos y gastos con una política fiscal favorable al capital, a las rentas más altas y complaciente con el engaño a la hacienda pública. En tales circunstancias, igualar ingresos y gastos puede suponer el fin de los servicios públicos así como limitar aún más la escasa, por no decir nula, capacidad de los gobiernos para decidir nada que sea importante. Si no hay posibilidad de ejecutar políticas económicas distintas es que sólo hay una política económica posible: la que nos ha llevado a la ruina. Establecida la dichosa correlación entre ingresos y gastos dará igual votar a unos u a otros porque todos los gobiernos que acaten la norma harán lo mismo, que será siempre lo que deciden otros, esos que llaman eufemísticamente los “mercados”.
España no tiene un problema de deuda pública sino de desempleo, producido por una economía sin valor añadido que se sostenía en la ilusión de la deuda privada, la especulación y el fraude fiscal. Uno de los lastres de nuestra economía es, por lo tanto, la deuda privada, provocada por un sistema financiero irresponsable muy ligado a la burbuja inmobiliaria. El déficit público ha crecido en los últimos años porque la burbuja del ladrillo ha estallado, porque ha habido que hacer frente a una tasa de paro calamitosa y porque se ha rescatado con dinero público a unos banqueros avariciosos que, a pesar de su insolvencia moral, siguen cobrando sueldos y retiros insultantes. Y el crecimiento del déficit ha deteriorado la situación de la deuda pública, aunque no hasta el punto de justificar los ataques de los especuladores financieros ni las rebajas de calificación de las agencias internacionales. En esta coyuntura, constitucionalizar el límite del gasto público no significa gestionar con más rigor la hacienda pública. Lo que significa realmente es que el Gobierno y quienes apoyen esta medida prefieren ayudar a los bancos antes que mantener los hospitales, las escuelas o las prestaciones a los más desfavorecidos. Ni más ni menos. Paul A. Samuelson acuñó un ejemplo clásico acerca de las prioridades en la economía: el de los cañones y la mantequilla. Pues bien, la disyuntiva actual permite poner un ejemplo tan claro como el anterior: hay que elegir entre ayudar a los bancos o mantener los hospitales, o entre apaciguar a los especuladores internacionales o sostener las escuelas y fomentar el empleo.
Ya lo dijo Rubalcaba, con metáfora cruda, tras su vertiginosa conversión: si hay que elegir entre cenar y pagar las deudas, primero se pagan las deudas. Lo que oculta el señor Rubalcaba es que las deudas las provocaron los que continúan cenando a dos carrillos y las consintieron políticos como él, mientras que quienes las pagan, víctimas inocentes del desmán, llevan tiempo sin cenar adecuadamente y son castigados a partir de ahora a acostarse con el estómago vacío.
Mientras la ciudadanía reclama en la calle participar más en los asuntos públicos y decidir sobre su destino, el Gobierno y el principal partido de la oposición reforman la Constitución en secreto hurtando a los ciudadanos la participación que reclaman. ¡Qué ironía!
Posdata: el 19 de agosto, víctima de una cruel enfermedad, falleció a la edad de 59 años José Ignacio Sánchez Carazo, concejal del PP de Azuqueca de Henares. La Asamblea Local de IU quiere transmitir a su familia su más sincero pésame por una pérdida tan irreparable. Descanse en paz.