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Mapa de los motines londinenses de agosto de 2011 |
Sólo lleva nueve meses y el gobierno del PP está ya en la criminalización de una ciudadanía harta de ser felpudo.
La receta del poder es simple: al que se mueve, multas y golpes, acusaciones infundadas,
aplicación de un nuevo código penal incompatible con un Estado democrático y
traje de rayas. Adulación miserable, en cambio, al mansurrón que se resigna, al
que calla, al inmóvil y al que no pestañea. Y al que duda, aviso de que se le
puede complicar la vida si se libera de las tinieblas que no le dejan ver.
Nos dice Rajoy que su violencia institucional está
justificada porque pulula mucho conspirador dispuesto a voltear el
orden establecido, cueste lo que cueste. Por más que tal cosa sea ridícula e
inverosímil, y sin aportar prueba o testimonio a favor, el gobierno y sus
terminales periodísticas aventan la falacia, aunque con éxito
decreciente según notifican los hechos. La ciudadanía, cada vez más atenta a la
cosa pública y con la sensibilidad extremada, ya no se traga según qué
cantinelas. Escasean los dispuestos a aceptar más depredaciones, chanchullos,
mentiras, excusas y otros apócrifos.
En vez de reconocer el fracaso y
el dolor que provocan sus decisiones crueles e inútiles, Rajoy hace como
Tertuliano, aquel padre de la iglesia que porfiaba en la creencia cuanto más
inverosímil era: credo quia absurdum.
Ni el 15-M ni el 25-S quieren destruir las instituciones
del Estado. Reclaman, bien al contrario, una reapropiación de la política por
los ciudadanos y por las instituciones públicas, criticando, faltaría más, las
que son inútiles y señalando las perfectibles. Pero sin repetir las
formas fracasadas que sólo han traído amargura y desgracia.
Se ha olvidado ya, pero cuando surgió el 15-M la derecha
política descorchaba botellas, elogiando a sus promotores como ejemplo de
ciudadanos que se enfrentaban, con valentía, a un sedicente gobierno, el de
Zapatero, mediante ocupación pacífica de plazas, avenidas y callejones en
víspera electoral. EL PP se las prometían por entonces felices, con la calle
ganada y las urnas doblegadas. Pero su diagnóstico descansaba en el error. La realidad mostró que el 15-M no era conato contra un gobierno, sino que
tenía la aspiración de quedarse porque la crisis, origen del malestar de la sociedad,
era estructural. El 15-M quería ser riberiego y no trashumante, ocupar la
Puerta del Sol, centro nervioso de la capital de la corte, para repicar el
esquilón allí donde el eco retumba más.
Una vez consciente de la aberración, que en eso consiste el desacoplamiento de la imagen con la realidad, la derecha cambió el modo de referirse al 15-M. Lo que antes era ágora degradó en chabola, el indignado transmutó en perro-flauta y la calle liberada se convirtió en fastidio de tenderos y gentes como dios manda.
Por mucho que Rajoy ponga cara de asombro, nada pasa en
nuestro país que sea extraño, excepto lo sufridas que resultan las víctimas de
la crisis. Cinco millones de parados, un ejército de excluidos sociales, una
generación laminada, casi un 30% de la población en situación de pobreza, una desigualdad insultante, incontables desahuciados, millones de familias que no
llegan a fin de mes, más de un cuarto de los niños en riesgo de pobreza y un país en proceso de desguace, son razones de peso que
explican la indignación y la protesta. Lo extraño es que aún domine el estoicismo entre las muchedumbres que no tienen nada que perder.
A pesar de los males que padecemos, en España no
hemos llegado a los riots londinenses o a las banlieues en colère de la vecina Francia, si bien no es descartable que se coronen esas cimas si el gobierno sigue enrocado en la crueldad. Cuando se ahoga al común ocurre que se queja, se revuelve y defiende, mayormente para no perecer, como dictan las leyes de la naturaleza.
Limpios los hechos de omisiones, efectos y otros lirismos, se adivina que los que atentan contra las altas
instituciones del Estado no son los que señala el gobierno sino el dedo que los acusa.
Qué tal si empezamos a considerar que la sedición viene del lado gubernamental, por ejemplo:
·De los corruptos que se sirven de las instituciones para transformarlas en canonjías, catapultados a las mismas por el bipartito
que gobierna este país desde hace décadas.
·De quienes reforman la Constitución
en secreto y sin mandato ciudadano, destruyendo el carácter social del Estado y
los derechos colectivos sobre los que se asienta la libertad material de las
personas.
·Del partido que llega al poder
gracias a la mentira para, una vez en el gobierno, hacer exactamente lo
contrario de lo que prometió en campaña, consistiendo su programa en dos partes
de recortes, media de amenazas y otra de porrazos.
·De los gobiernos que conculcan los
derechos individuales y políticos básicos recogidos en la Constitución, que son
el fundamento de la libertad personal de los ciudadanos.
·Del gobierno que se niega a
preguntarle al pueblo, único soberano, si consiente las decisiones que le
impone.
·Del gobierno que gobierna por
decreto en materias sujetas a leyes orgánicas.
·Del gobierno que promueve el
adocenamiento general, fomenta la pasividad, la pereza y el miedo entre las
personas, buscando con la extensión de estas lepras la impunidad con que tapar sus fechorías.
·Del gobierno que se doblega ante
poderes no democráticos, transnacionales, troikas y otras balalaikas, convirtiéndose en sucursal de
intereses contrarios a los del pueblo que dice representar.
·Del gobierno que, siendo poder
constituido, intenta alzarse como poder constituyente, usurpando el lugar que
le corresponde al demos.
·Del gobierno que aprueba leyes
contrarias a la voluntad de los gobernados.
Dicho lo cual, y en esto
coincidimos con el Ministro del Interior, hay fundamento para una causa ante la
Audiencia Nacional por atentado contra las altas instituciones del Estado. Pero
el imputado debería ser el gobierno y no los ciudadanos que, escandalizados por
tanto abuso y desahogo, protestan exigiendo moral, justicia y vergüenza.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del grupo municipal de IU de Azuqueca de Henares