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La invasión francesa forjó la idea moderna de nación |
Por lo general, los Estados, que inician su existencia a finales del siglo XV, construyen las naciones, tanto más imperfectas cuanto mayor es la debilidad del
Estado y de las fuerzas económicas que lo impulsan. Así, la nación construida
se superpone a las realidades culturales, religiosas y lingüísticas
previas, que no por el hecho de ser singulares y existir con anterioridad son
naciones, puesto que de este concepto, el de nación, sólo cabe hablar en
términos políticos desde finales del siglo XVIII.
Una consecuencia de esta premisa es que la nación, contra
lo que se supone, suele ser algo artificial, al menos tanto como el Estado que
la moldea. Lo extrañísimo es lo contrario, que la nación sea el sustrato ancestral sobre el que se eleva el Estado, aunque esta es la opinión
más extendida sobre la relación histórica entre el Estado y la nación que, a
poco que pensemos en ella, conduce al absurdo o al crimen colectivo.
Si la nación impulsada por el Estado es lo suficientemente
fuerte, diluye las diferencias heredadas, homogeneizando y uniformizando los territorios concernidos por la nueva soberanía, no sin
recurrir, con frecuencia, a la imposición violenta o a la guerra. Sobre este particular hay muchas variaciones. Un caso
especial es el de la nación que se recrea a la vez que construye un Estado en pugna contra el yugo extranjero (Italia). Otro es el de la nación que sale de un
acto revolucionario y se confirma a la vez hacia dentro y hacia el exterior,
forjándose en guerras de invasión (Francia). También puede hablarse de la
nación que despierta a partir de una agresión exterior (España), de la que
surge al desgajarse de un imperio (EEUU) o, finalmente, de la que nace de una unidad anterior en lo económico y
aduanero que es, además, el resultado de la lucha entre dos estatalidades previas (Alemania). Por ello, en cada caso concreto, el proceso de
construcción de la nación y su engarce con otras especificidades es también
particular. Dicho de otro modo, no hay un modelo de Estado-nación, al igual que
no hay una sola fórmula de encaje de la diversidad bajo una única soberanía.
Si el siglo XIX fue la edad de oro de las naciones, el
siglo XX resultó el de los bloques de poder que agrupaban a Estados-nación que
cedían soberanía a favor de la superpotencia dominante. Podrá decirse, contra
esta idea, que tras la Segunda Guerra Mundial hubo un nuevo florecimiento
nacional con los procesos de descolonización, pero basta echar un vistazo a
cómo han evolucionado la mayoría de los países surgidos de esa hornada para
comprobar su fragilidad e, incluso, su carácter artificial.
Cuando la guerra fría terminó debido al hundimiento del
bloque soviético, se produjo una nueva eclosión nacional que, ahora, debido a
la crisis general del capitalismo y al desmantelamiento de los
Estados frente a los mercados, se manifiesta otra vez aunque
bajo una nueva apariencia: tensiones y procesos independentistas en Italia, Bélgica, Canadá, España y Reino Unido, que
tienen mucho de rebeliones de territorios ricos contra territorios más pobres.
Con la perspectiva que nos da la historia queda claro que
hoy el nacionalismo no es un proyecto para el futuro; todo lo más, es una
trinchera temporal, una prórroga frente a las fuerzas universales del capitalismo que disuelven los
lazos humanos y desarraigan a las personas de su territorio y de su comunidad. Así en el mejor de los casos,
porque en el peor el nacionalismo no sería más que la impostura de los que provocaron primero
el vaciamiento de poder del Estado-nación y, ahora, para esquivar sus
responsabilidades, reclaman su resurrección.
Pedirle al nacionalismo que nos libere de los bárbaros de hoy,
como hacía Maquiavelo cuando reclamaba una Italia unificada bajo el poder del
príncipe, es una ilusión muy peligrosa que agitan precisamente los que
provocaron la crisis, en la secreta intención de que las víctimas de uno y otro
bando se olviden de quienes son sus enemigos y se apedreen entre sí envueltas
en banderas que no representan nada. Este ardid, mil veces utilizado en el curso de la historia y siempre a mano del último canalla, nos
hace recordar la sentencia de Fontenelle: ¡ser hombre es tan peligroso!
El político causante de la crisis ve en la apelación
nacionalista la escapatoria para no rendir cuentas de sus actos. Si, además,
tal político se siente muy identificado con el sistema corrupto que ampara, se dejará
tentar por la idea diabólica de que es necesario inventar un enemigo para darle
al pueblo una esperanza. Reclamar más nacionalismo como solución a los
problemas de hoy es propio de baratilleros, que viven de vender artículos
desgastados e inservibles a un precio más alto que si fuesen nuevos. Sólo
faltaría que el pueblo inocente se dejara arrastrar por tales locuras.
La nación no puede ser el cobijo definitivo a los
problemas de hoy. La nación, como la
polis griega, ya cumplió su papel histórico. Por cierto, con muchos episodios
infames porque en su nombre se cometieron crímenes abominables.
La crisis actual exige una nueva relación del hombre con la sociedad y la constitución de un nuevo
sujeto político, porque es insufrible vivir bajo la tiranía de los
mercados, sin protección y a la intemperie. Ese sujeto reclama una organización
realmente democrática, participativa, universal y local a la vez, probablemente
pequeña, flexible y asamblearia, ayudada por una tecnología que borre los
límites del tiempo/espacio, y con un horizonte material y moral ligado a una vida
sencilla y plena, sobria y abierta a un nuevo vigor, como el ideal de Horacio.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares