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Cuando los ciudadanos se echan a la calle a hablar de política, las autoridades se asustan |
No es azaroso que en momentos de
crisis aumente el interés por la política que, al contrario, mengua cuando
la humanidad disfruta de algún raro instante de paz y de recreo. Ocurre así porque
vivir en la despreocupación no es estímulo para pensar con radicalidad. El hombre se estruja la mollera por obligación antes que
por placer, para resolver problemas que no admiten espera, siendo el primero de
todos asegurar, junto con sus semejantes, una existencia justa y libre. Sobre este particular, permítasenos la siguiente digresión: en estos tiempos tan turbios aprovecharía releer el ensayo de Senac de Meilhan, escrito en 1787, titulado Consideraciones sobre el espíritu y las costumbres, en el que se explican las lazos tejidos entre la facilidad de los goces y la apatía humana. Queda dicho.
Pero volvamos a lo que nos llama. Decíamos que las crisis sociales fecundan el
pensamiento político. Los tiempos de mudanza desenmascaran las relaciones de
poder, las técnicas de dominación y los discursos legitimadores. La extensión
del conflicto político alimenta una visión más nítida de las instituciones, las
leyes y los gobernantes. Los fracasos continuados muestran los límites del
poder establecido y permiten imaginar alternativas a lo constituido. En fin,
los tiempos que barruntan el ocaso empujan a pensar en términos
políticos sobre la política, aunque sólo sea por una razón de supervivencia.
Grandes pensadores políticos como Tucídides, Platón, Aristóteles, Maquiavelo, Bodin, Hobbes, Rousseau o Marx,
vivieron momentos históricos críticos. Sus vidas coincidieron con
acontecimientos sociales decisivos, desgarradores, violentos siempre, que
dejaron profundas cicatrices en sus biografías. Estos autores pensaron
empujados por la radicalidad de sus circunstancias. En sus obras se
reflejan no sólo un tiempo cambiante o un momento decisivo sino, también, sus miedos y
esperanzas, sus esfuerzos por entender el drama de la historia y el propósito de
dibujar un camino, una filosofía, una guía que anticipara el futuro.
Para reflexionar sobre la novedad
tuvieron que acuñar conceptos inéditos e idear métodos originales. Se vieron en
la obligación de ampliar el vocabulario político para referirse a lo que antes
no tenía nombre, bien porque estaba oculto, bien porque no existía. Y abordaron el conocimiento de la sociedad rechazando prejuicios y
convencionalismos. Cierto es que cada uno de ellos puso en el acto de pensar su
subjetividad, sus manías e, incluso, en ocasiones, sus intereses y otras mezquindades,
pero aportando siempre algo genuino, de ahí su consideración de clásicos. Al
leerlos entendemos mejor su tiempo y también el nuestro, con sus azares e
incertidumbres. Es de justicia reconocer, en consecuencia, que tenemos
contraída una deuda de gratitud con su pensamiento.
Corresponde a Tucídides (460-396)
el mérito de liberar la historia de los mitos y del poder de los dioses,
desengañado al contemplar los horrores de la Guerra del Peloponeso y la
descomposición político-social de la polis griega a que dieron lugar casi
treinta años de luchas fratricidas. Platón (428-347) y Aristóteles (384-327)
dedicaron una gran atención a la política porque querían detener, cada uno a su
modo, la decadencia irremediable de la ciudad antigua, pronto superada por las
monarquías helenísticas. Maquiavelo (1469-1527) acuñó un concepto nuevo, el de Estado, porque la
poliarquía medieval, tras casi mil años de existencia, estaba en trance de
morir, fundamentó el estudio de la política a partir de la comprensión descarnada del
poder y anunció la necesidad de la unidad política italiana
para librarla del dominio extranjero de Francia, España
y del Sacro Imperio Romano Germánico, anticipándose en varios siglos al Risorgimento. Bodin (1529-1596), el padre de la idea
de Pacto como fundamento de la autoridad y del concepto de Soberanía,
vivió las guerras de religión, la matanza de San Bartolomé y las luchas
sociales y políticas que asolaron la Francia de los capetos. Hobbes
(1588-1679), teórico del Absolutismo y del Individualismo, fue
coetáneo de la Guerra de los Treinta Años, de la Guerra Civil inglesa, de la
república de Cromwell, de la decapitación de Carlos I y de las guerras entre
los reinos de Inglaterra, Escocia e Irlanda. Rousseau (1712-1778), que profetizó la revolución francesa casi treinta años antes de producirse, se enfrentó al problema político supremo, el de la coexistencia entre el individuo y la sociedad, la persona y la civilización, el sentido de la historia y el porvenir humano, mientras se derrumbaba el antiguo régimen. Y Marx (1818-1883), que popularizó
conceptos como Lucha de Clases y
Materialismo Histórico, contempló el ascenso imparable del capitalismo, el
dominio de la burguesía, la miseria del proletariado, la construcción de un mundo globalizado y el resquebrajamiento de la Europa que alumbró la Paz de Westfalia.
Estos pensadores vivieron
momentos de profunda transformación histórica, de muerte y descomposición de lo
antiguo y de nacimiento, aún indeciso y borroso, de lo nuevo. Sus vidas
coincidieron con goznes de la historia, que no sólo cierran y abren épocas sino
que reivindican la política como algo ineludible. Quizás por eso fueron grandes.
El tiempo que nos toca vivir es
también, como los antes mencionados, de crisis profunda. No sólo la que se deriva de unas cifras económicas
especialmente desfavorables, sino de decadencia de una forma de organización
social que, agotada, se rebela contra la humanidad y contra el planeta que la alberga.
Este tiempo tan comprometido
llama a la política, no sólo porque la necesitamos más que nunca sino porque
abunda el desprecio a la política. Basta que cualquier simplón tilde a algo de político
o de politizado para rebajarlo de categoría y convertirlo en falso o turbio. A la crítica falaz sobre la
politización se unen dos conceptos igualmente nocivos que pretenden la
desactivación de la política: el apoliticismo y la antipolítica. Se refiere el
primero a aquel modo de juzgar la política desde un supuesto olimpo de
neutralidad, lo que contrasta con el hecho, fácilmente comprobable, de que el
apolítico es siempre favorable al que manda. Por su parte, la antipolítica es
crítica de la política pero realizada por alguien que, supuestamente, no forma
parte del poder político, aunque sí de otros ámbitos de poder muy relevantes que
condicionan decisivamente lo político, como las finanzas o la empresa. La terna
politización, apoliticismo y antipolítica brota de un tronco común, el populismo
conservador, que busca corroer la política desde una posición falsamente fuera
de la política, despolitizadora, que limita muy peligrosamente con las doctrinas que
defienden, sin preámbulos ni lirismos, el gobierno del sable y de la espuela.
No queda tiempo. Toca remangarse
para pensar políticamente sobre nuestra circunstancia, porque sólo en
la política hay posibilidad de atender al problema supremo de la convivencia en
justicia y libertad, de la individualidad en colectividad, de la persona en sociedad. Pero el esfuerzo no vale si se hace a la ligera. Empecemos no teniendo miedo a rechazar las verdades admitidas, las creencias
poltronas, las falsas evidencias, es decir, todo el poso y la turbiedad que nos ciega. Liberados de prejuicios nombremos el nuevo tiempo que avanza para que
no escape a nuestro control como ya lo hizo el antiguo, sabedores de que en la
definición adecuada está el primer acto de rebeldía. Iluminemos con la luz del
conocimiento un camino que no tiene que ser forzosamente oscuro.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares