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Thatcher tomando el te con sus amigo Pinochet |
“La sociedad no
existe (…) No existen ni la conciencia colectiva, ni la bondad general,
ni la generosidad colectiva ni la libertad colectiva”.
Este falaz y
viejo prejuicio era uno de los ingredientes de la doctrina de Margaret Thatcher, que al frente del
Partido Conservador ganó los comicios de 1979, convirtiéndose en Primera
Ministra, cargo que desempeñó durante diez años al ganar otras dos elecciones
consecutivas, victorias explicables no por la brillantez de su pensamiento o
por la justicia de sus ideas, sino por la crisis económica que sufría Gran Bretaña y por la descomposición del laborismo que en el último cuarto del siglo pasado cerró un ciclo que aún no ha sido capaz de superar.
Hay algo en el
pensamiento de Thatcher que por obvio no ha sido señalado como merece: la
paradoja de que alguien se postule a gobernar una entidad que no existe (la
sociedad) y que convenza a los ciudadanos que forman esa sociedad de que tal
cosa es siquiera decente puesto que, de partida, a los que van a ser gobernados
se les niega su naturaleza de seres sociales, que en eso consiste la condición
de ciudadanía, vivir en la ciudad, la polis, la comunidad, la sociedad
política, y tener derechos y desarrollarse plenamente con y junto a otros, y no
como salvajes, bestias o anacoretas. Algo sabían de esto los clásicos cuando afirmaban que vivir
fuera de la sociedad es un castigo, siendo la expulsión de la polis una pena
muy severa porque el hombre que vive más allá de los muros de la ciudad queda
reducido a la condición de animal o de dios.
Thatcher, por tanto,
imponía el exilio del hombre de la sociedad y un gobierno sobre los exiliados,
siendo ambas cosas por separado un disparate y juntas un engendro. Es un hecho
que la sociedad permite la civilización y que los mamíferos superiores se
organizan en sociedades. Por eso tenemos el lenguaje, para comunicarnos,
cooperar y desarrollar pautas comunes. Incluso los insectos también se organizan
en sociedades que maravillan a quienes tienen la curiosidad de estudiarlas. Lo
contrario, la no sociedad, es la guerra de todos contra todos, la victoria del
bruto, la soledad, la vida miserable, la imposición, el mercado salvaje, la no-comunicación, el homo homini
lupus: Thatcher, en una palabra.
Además, Thatcher
sostenía que sólo existen individuos que persiguen su egoísmo, (en
transposición de su personalidad egoísta, insensible y hosca) y que el egoísmo
es un impulso virtuoso que recompensa a los fuertes y elimina a los débiles, lo
cual es ideal de justicia pero al revés. Thatcher afirmaba que aumentar la riqueza es algo moralmente neutro y que la riqueza trae tentaciones igual que la pobreza. No explicaba a qué tentaciones se refería porque es evidente que las del rico se parecen poco a las del pobre, especialmente si el pobre pasa carpanta y no tiene dónde doblarse, cosa muy común hoy por desgracia, mientras que el rico ya no sabe dónde guardar lo que le sobra.
Si ya resulta
excéntrico negar que la sociedad existe, lo de que el egoísmo es virtud se aproxima a la desvergüenza, siendo, además, por qué no decirlo, una idea muy poco original. Sobre este particular la
patente de la ocurrencia la tiene el Príncipe de Marcillac, más conocido como
La Rochefoucauld (1613-1680) que sentenció aquello de que nuestras virtudes son, frecuentemente, vicios disfrazados. Por otra
parte, en Inglaterra la paternidad del dislate le corresponde a Mandeville (que defendió
la abolición de las escuelas de caridad, para horror de su época), que en 1714
difundió esta equivalencia tan dañina en un libro que tuvo un gran éxito por lo
escandaloso de sus principios, titulado La fábula de las abejas o los vicios
privados hacen la prosperidad pública. En tal obra Mandeville afirmaba,
por ejemplo, que los grandes vicios individuales conducen al paraíso y la
grandeza, lo mismo que el hambre al comer, mientras que la honradez es
cosa de tontos y lleva a la ruina, siendo así que el vicio es el
fundamento de la prosperidad y la felicidad nacionales o bien que como
hay que ser malo, más vale ser perverso y próspero o que el cortesano
que no pone límites a su lujo y el heredero derrochador son los mejores amigos
de la sociedad o que suprimir la pobreza es ruinoso porque hacen falta
pobres para desempeñar los trabajos más desagradable, de modo que criar en la
ignorancia al pobre, para que acepte su destino sin percatarse, es de lo más
conveniente ...
El tercer ingrediente de la doctrina de Margaret Thatcher era la defensa de la desigualdad, a la que atribuía, falazmente, el valor positivo de acicate para el esfuerzo personal. Thatcher no dudó nunca de la virtud de la desigualdad, promoviéndola sin complejos, al estilo de los liberales del siglo XIX que no creían ni en la democracia ni en la igual dignidad de los seres humanos, de ahí su afirmación de que si los ricos son un poco menos ricos, los pobres serán un poco más pobres, justificación falaz para que al rico no se le toque el bolsillo.
La imposición thatcherita de una desigualdad artificial dividió a la sociedad británica, empobreció a muchos ciudadanos y sembró la semilla de la delincuencia, la discordia y las revueltas urbanas (los riots, que tanto abundaron desde su llegada al poder), efectos que Thatcher nunca reconoció y a los que atribuyó otras causas disparatadas. Sobre este particular, Andy McSmith, en su breve historia sobre la década de los ochenta en Gran Bretaña, señala un hecho tan revelador como que Maurice Cowling, historiador de la Universidad de Cambridge que tuvo un gran ascendiente sobre algunos thacheritas, reconociera que "los conservadores no quieren la libertad sin más; lo que desean es una clase de libertad compatible con el mantenimiento de las desigualdades existentes o con la restauración de las desigualdades perdidas". Ahí queda.
Recapitulemos la doctrina, de una pobreza intelectual que deprime: no hay sociedad, sólo individuos, que son egoístas, lo cual es bueno, siendo la desigualdad social el mejor acicate para el esfuerzo y el sacrificio personales.
Estas eran las ideas políticas de Thatcher, malas de una en una y peores aún todas juntas, que constituyeron una teoría a favor del poder que se propagó como el fuego en un bosque seco y cuyas consecuencias perduran hoy para desgracia general.
Thatcher no fue,
por tanto, original en su pensamiento. Se limitó a recoger los restos de
algunos autores oscuros y olvidados, les dio un barniz moderno
(globalización, monetarismo) y los lanzó a un debate amañado que acabó ganando
gracias a la debilidad de sus oponentes y al apoyo que recibió de grandes
corporaciones mediáticas y de grupos financieros muy poderosos. El resultado de esta
operación fue una victoria basada en un mejunje ideológico al que llamamos
pensamiento único.
Thatcher sostenía que la
colectividad es el demonio, de donde se deduce que el único orden aceptable es
el que nace “espontáneamente” del mercado, espectro que está dirigido por un
fantasma llamado “mano invisible” que, de forma ininteligible distribuye
convenientemente los premios y los castigos mediante incentivos monetarios. El
mercado no tiene distorsiones, no genera injusticia, no alienta el monopolio,
el amaño, el timo o el abuso. En el mercado no hay burbujas, ni reventones, ni
excesos, ni concentración de poder, ni ineficiencia, ni fallos, ni errores ni, tampoco, crisis. Bien al contrario, en el mercado hay
honradez, transparencia e igualdad, porque en él concurren igualados ricos y pobres, grandes y pequeños, blancos y negros, tontos y
listos, como en el coliseo lo hacían leones y cristianos, lo cual no parecía muy equilibrado si nos atenemos al resultado de los combates en la arena de Roma, pero esto es sólo un detalle sin importancia. En resumen, el mercado es el paraíso para los que
triunfan y el infierno para los que fracasan, destinos ambos perfectamente
justísimos ante los que no cabe apelación o queja. Inmortalizó Thatcher esta idea con un ejemplo elocuente: un joven que pasados los 26 años se encuentra que aún va en autobús puede considerarse un fracasado.
Si no hay sociedad
tampoco existen diferencias sociales (de origen, por el privilegio, por el
chanchullo o la trampa) que marquen o condicionen el destino de las personas.
El rico es rico porque se lo merece y el pobre también, por perezoso, imbécil,
inconstante, borracho, débil o un compendio de lo anterior. No extraña, así,
que durante su paso por el Ministerio de Educación a comienzos de los setenta,
Thatcher decidiera suprimir la ración de leche que recibían los niños en las
escuelas públicas, decisión infamante de todo punto que hizo que su figura
comenzara a ser repudiada públicamente (que una mujer que además es madre
ordene retirarles la leche a los hijos de otras madres es un caso clínico digno
de análisis, que quizás explique la personalidad de uno de sus hijos gemelos, Mark, que hizo fortuna en negocios oscuros a la sombra del poder de su madre, y que ha llevado una vida escandalosa como defraudador fiscal, especulador, mercenario, traficante de armas, multimillonario con cuentas en paraísos fiscales y bon vivant, además de Sir, título que heredó de su padre a pesar de su biografía impresentable).
Si no hay diferencias sociales no hay injusticia que corregir ni
situación que compensar, de donde se deduce que la idea de Estado, de lo
público o de una administración igualadora es absurda y perniciosa. El pobre
que no llega a ser rico es culpable de su condición, como el niño menesteroso que no puede
beber leche, y el que nace rico y se enriquece aún más, acierta con su ejemplo a
sostener una teoría tan ridícula que sorprende que haya tenido tanto éxito, lo
cual demuestra de qué oscuridad venimos.
Thatcher aplicó a
conciencia el neoliberalismo, que es la ideología que legitima el mercado
salvaje y la supremacía de los bancos sobre la economía que se dedica a crear, producir y transformar (cuando ganó las primeras elecciones recibió un
telegrama de felicitación de Milton Friedman, que vio en ella, acertadamente, a
una aliada imprescindible, como a Pinochet, de sus disparates económicos). A Thatcher le debemos la guerra contra los sindicatos
y cualquier otra forma de organización obrera, la devastación de lo público, el individualismo venenoso, el
refuerzo del privilegio para los ricos, la mercantilización total de la vida,
el fomento de la desigualdad, el abandono del débil, la criminalización de la
protesta y la globalización brutal. Thatcher trajo las sociedades líquidas,
término acuñado por Bauman, aquellas en las que los hombres han sido
desarraigados de su identidad social y, aislados y temerosos, viven engordando
para engordar a otros, tras lo cual son arrojados a la basura como si fuesen una mercancía consumida.
Thatcher impuso el darwinismo social. A ella y a sus seguidores (Aznares, Aguirres, FAES, PP y
demás camaradas) les debemos el desastre que ahora sufrimos, la devastación
criminal producida por sus ideas, porque hay principios que matan más que un
pelotón de fusilamiento.
Thatcher, Primera
Ministra desde mayo de 1979 a noviembre de 1990, coincidió con otro defensor
del capitalismo salvaje, Ronald Reagan, que fue elegido presidente de los EEUU
en enero de 1981, y que inauguró en su país una década conocida como “de la
codicia”, en alusión a la figura del especulador corrupto Ivan Boesky,
sujeto en el que se inspiró el Gordon Gekko de la película Wall Street
dirigida por Oliver Stone (a veces el arte imita a la naturaleza), que afirmó sin sonrojo
en 1986 en la Universidad de California que “la codicia es saludable, se
puede ser codicioso y sentirse bien con uno mismo” entre la admiración y
los aplausos del respetable. Lástima que Boesky se equivocase en su análisis de
la codicia, porque la codicia saludable le arrastró al
delito, y éste a la cárcel, de la que salió para estudiar judaísmo en un seminario teológico, anticipando con su ejemplo otras vidas paralelas mejor
conocidas en España, como la de Mario Conde, por ejemplo, que pasó
de ser banquero ejemplar, estrella, fenónemo, figura, monstruo de la gomina y
de las finanzas, homo novus de la economía española y Doctor Honoris
Causa por la Universidad Complutense (en acto presidido en 1993 por el rey Juan
Carlos y con el entonces embajador de Israel en España, Shlomo Ben Ami,
pronunciando una laudatio vergonzosa) a ser felón, delincuente,
estafador, presidiario, tertulio de la caverna y, por lo que se rumorea,
difusor de delirios místicos, brujerías y promotor hoy de un partido político
fantasmal al que no votan ni sus familiares. El auge de los Mario Conde y de lo que simbolizaron no habría sido
posible sin el thatcherismo, que deslumbró a un país, el nuestro, con el brillo
del dinero fácil y la astucia de los defraudadores y maquilladores de balances
y cuentas de resultados.
Thatcher fue
precursora al imponer el monetarismo, que es la ideología económica del
capitalismo financiero que nos ha conducido a la ruina actual. Ella y su
Ministro de Hacienda, Geoffrey Howe, abolieron los controles de cambio,
convirtiendo a la City en un centro mundial de las finanzas ajeno a todo
control, abierto a la especulación, al exceso, al engaño y al dinero del crimen
internacional. Thatcher, además, inoculó el individualismo en las clases
populares junto con un patrioterismo ínfimo y un populismo compuesto por
fútbol, hooligans, cerveza barata, casas en propiedad compradas a base de
deuda, prensa amarilla dirigida por delincuentes, guerras coloniales, terrorismo de Estado y unas gotas
de rigidez victoriana. Ella, que no creía en la sociedad, afirmaba la patria,
en otra pirueta ideológica imposible que se tragaron sus compatriotas y después otros, porque sin sociedad la patria es imposible.
Pero lo más
importante de todo es que Thatcher no sólo vino a gobernar sino a cambiar las
reglas del juego para que su nefasta ideología sobreviviera a su gobierno y a
ella misma, sin decirlo, sin avisar. Desde el número diez de Downing Street contribuyó a cambiar la sociedad a
traición. Quería la inmortalidad de sus obras y para eso rompió los
consensos sociales previos desarticulando a los de abajo (la inmensa mayoría) para
favorecer permanentemente a los de arriba (un puñadito de privilegiados). Thatcher destruyó al último núcleo combativo de la clase obrera, el más tradicional, el de los mineros, siguiendo un plan urdido un año antes de llegar al poder. El autor intelectual de la guerra contra los mineros, que incluía hasta importaciones masivas de carbón para ahogar la producción interna era Nicholas Ridley, hijo de vizconde y diputado conservador, que en premio a sus afanes fue nombrado ministro del primer gobierno de los tories y nombrado barón poco antes de fallecer. Thatcher cambió sociológicamente una Gran Bretaña que sufría una grave crisis industrial, sustituyendo a los obreros por desclasados o por yuppies, dinkies, nimbies y demás tribus de individualistas desarraigados y globalizados surgidos al calor del auge del sector servicios, especialmente el financiero, a los que la sociedad británica y la unión jack les traían al fresco. Como gustaba decir, las grandes causas no se ganan diciendo: estoy a favor del consenso. Se consiguen o no. Trabajó para los poderosos fomentando un clasismo irritante. Provocó la
dislocación social, esparció la desigualdad, la injusticia y la violencia estructural contra los de abajo a mayor gloria de una sociedad a medida de los ricos, lo
cual es ejemplo de cobardía suprema, por lo que resulta sorprendente que su figura pase a la historia con el apelativo de dama de hierro, a no ser
que la historia la acaben escribiendo los aduladores del poder, lo
cual es tan cierto como la tabla de multiplicar.
Roma recompensa a
los suyos porque tras ser Primera Ministra, Thatcher fue nombrada baronesa,
título que recibió por los servicios prestados y que le permitió disfrutar de
la condición vitalicia de miembro de la Cámara de los Lores. En cuanto al
peculio, la multinacional tabaquera Philip Morris, la misma que ocultó informes
que demostraban que tanto los fumadores activos como los pasivos tenían más
riesgo de desarrollar el cáncer o que buscaba en los niños un mercado de
adictos al tabaco, la nombró asesora geopolítica, cargo extravagante sin duda, remunerado a razón de 250.000 dólares anuales, más otro tanto anual para su fundación y
otros 50.000 por conferencia impartida.
Thatcher falleció
en un lugar muy apropiado para su trayectoria y aspiraciones vitales: el Hotel Ritz de la calle Picadilly, muy cerca del
Palacio de Buckingham, en una suite de las de más de 1.000 libras por noche.
La última
desvergüenza de la trayectoria de Thatcher es su funeral, que sus partidarios
quieren convertir en una cuestión de Estado, cuando ella abominaba del Estado,
sufragada con fondos públicos, cuando era archienemiga de lo público, para
elevarla a la condición de icono británico como si fuese un nuevo Winston
Churchill, cuando dividió a la sociedad, esa que decía que no existía, con
fracturas que aún sangran.
En España nuestros
thatcheritas que gobiernan en Madrid han acordado ponerle su nombre a una
calle, cambiando en su provecho la norma que regula tal cuestión y aduciendo
que Thatcher se lo merece por europeísta y demócrata, cuando fue una de las
mayores euroescépticas conocidas, además de amiga de Pinochet, con el que tomó
el te en su residencia de Virginia Waters en 1999, mientras Garzón intentaba
echarle el lazo al dictador por golpista y asesino. Para redondear el chiste, a los thacheritas del PP les faltó añadir a su encomio que la dama de hierro fue una gran feminista, cuando se reía del feminismo y de las feministas, a las que menospreciaba profundamente.
Cuando un nuevo
gobierno dirija la capital de España tendrá que afrontar una tarea más, entre las miles pendientes: restituir el honor de esa calle madrileña, que es un espacio
público para la sociedad, otorgándole un nombre adecuado.
Nota bene: el mismo
día de la muerte de Thatcher, referencia ideológica del PP, fallecía José Luis
Sampedro, referencia del humanismo, de una economía a la medida de las personas y de la izquierda. El profesor y
agitador de conciencias dejó este mundo conservando la sabiduría y la lucidez. Fue incinerado en la más absoluta intimidad, por deseo suyo para evitar
circos mediáticos a los cuales era alérgico. El profesor Sampedro nos dejó humildemente, sin pompa ni circunstancia. Vivió sin dañar a nadie explicando a los dañados el mejor modo de liberarse del dolor que otros les producían. Al contrario que Thatcher, a la que admira la derecha iletrada que se refleja en un espejo de vergüenza que clama a las nubes.
Margaret Thatcher y José Luis Sampedro, dos vidas opuestas que por paradojas del destino acabaron el mismo día y cuyas trayectorias demuestran que los valores inclusivos de la izquierda son moralmente
superiores a los valores excluyentes de la derecha.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del grupo municipal de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares