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Reagan y Hayek estrechándose la mano. Aquí comenzó el disparate |
En aquella ciudad el tráfico era un auténtico problema. Ruidos, atascos, contaminación, algún que otro accidente y retrasos continuos. Lo normal allí donde el vehículo privado se adueña del espacio público.
Los gobernantes no eran capaces de mejorar la situación y el descontento de los ciudadanos crecía sin parar. Poco antes de las elecciones apareció un misterioso partido que prometía resolver los problemas del tráfico de una manera sencilla y definitiva. Por eso, en la campaña electoral, ese partido pidió el voto, pero guardándose de explicar en qué consistía su programa. Lo único que afirmaba es que, de gobernar, el tráfico dejaría de ser una preocupación. Como prueba de su promesa mostraba un bonito vídeo en el que aparecía una ciudad idílica habitada por paseantes sonrientes y por conductores felices. Pero de explicar su receta milagrosa, nada de nada.
Por aquel entonces algunos ciudadanos sospecharon que las intenciones de ese partido no eran del todo claras, advirtiendo que quien no explica lo que piensa es poco de fiar. Además, en esas mismas fechas se descubrió que el partido que prometía el remedio definitivo contra la congestión del tráfico recibía donaciones muy generosas de una fábrica que producía unos camiones enormes.
Parecía que con tales antecedentes la sospecha estaba racionalmente fundada. Pero no bastaron. Si las sociedades fuesen siempre prudentes y guardaran una atención mínima a los problemas colectivos ese partido nunca habría conseguido los votos suficientes para gobernar. Pero en esa ciudad ocurrió lo inevitable. No sabemos si por cansancio o por credulidad de los votantes, ese partido ganó las elecciones. La mayoría de los ciudadanos le concedió su voto y los pocos que advirtieron del peligro fueron acusados de cenizos y de aguafiestas.
La primera medida que tomó el nuevo gobierno fue retirar los semáforos de las calles. Sostenía que sin semáforos el tráfico sería más rápido y fluido, y que la pericia natural de los conductores resolvería los riesgos que se produjeran. Además, remachaba su postura afirmando que mantener una flota de semáforos era algo caro y superfluo que la ciudad no podía permitirse, y que los semáforos no servían más que para proteger a los conductores torpes e indolentes.
Como la situación del tráfico empeoró, el nuevo gobierno decidió quitar todas las señales verticales que lo regulaban. Según su doctrina, la causa del problema eran los impedimentos y las regulaciones accesorias, que entorpecían el desarrollo armónico de la circulación. Por otra parte, todas esas señales eran una carga onerosa. Era mejor que el dinero de los ciudadanos no se malgastase de ese modo.
Al desaparecer los semáforos y las señales verticales los accidentes se multiplicaron y los atascos se convirtieron en la norma. La ciudad estaba congestionada y resultaba peligroso y difícil desplazarse de un lugar a otro. En la ciudad se respiraba un mal humor difuso que bien canalizado podía ser preocupante. Pero el nuevo gobierno había llegado para quedarse. Tenía preparada una campaña publicitaria que constaba de dos lemas: Los conductores torpes son el problema y Cómprese un camión con buenos parachoques para viajar seguro. A la vista de los resultados, la campaña fue un éxito. Acalló buena parte del descontento y elevó las ventas de la misteriosa compañía de camiones que estaba detrás del gobierno. En poco tiempo, por la ciudad comenzaron a circular grandes camiones que impusieron la ley del más fuerte.
Pero para el nuevo gobierno tal situación no era suficiente. Había que ir más lejos. Y para ello ordenó borrar las líneas de la calzada y eliminar el alumbrado público. Decía que la señalización vertical era el último vestigio de una regulación absurda. En cuanto al alumbrado, no había necesidad de farolas puesto que los camiones tenían unas luces potentísimas capaces de iluminarlo todo. Además, con la medida se podría ahorrar dinero. La factura de la luz era tan abultada como innecesaria.
Con las nuevas reglas ya sólo circulaban camiones, y aún éstos comenzaron a sufrir percances entre sí que se agravaban a diario. La fábrica de camiones no daba abasto y sus directivos y accionistas ganaban dinero a espuertas. Pero llegó un momento en el que ni siquiera era seguro circular con el mayor camión armado con el más grueso parachoques. Los accidentes eran inevitables y el tráfico colapsó.
La fábrica de camiones entró en pérdidas y el gobierno de la ciudad reclamó a los vecinos que aportaran una parte de su dinero para superar una situación, la de la fábrica, que según su presidente era injusta e inmerecida. Y todo por culpa de un atajo de conductores torpes y miedosos que no supieron estar a la altura de lo que exige una ordenación natural del tráfico basada en la espontaneidad.
No se sabe a ciencia cierta lo que hicieron los ciudadanos al oír esta insensatez, la enésima de una larga serie. Algunos cuentan que a la mañana siguiente una multitud enfurecida entró en la sede del gobierno, emplumó a sus dirigentes y eligió otro que restituyó la regulación sobre el tráfico, construyó una red de transporte público que llegó a todos los barrios y transformó la fábrica de camiones en una de tranvías y de autobuses eléctricos. Otros refieren, en cambio, que los ciudadanos no alzaron su voz y que, al final, por las calles de la ciudad, en la que hoy no vive casi nadie, ya no circulan camiones sino unas pocas tanquetas que disparan contra todo lo que se mueve.
Les propongo un juego: sustituyan tráfico de vehículos por movimiento de capitales; fábrica de camiones por bancos e intermediarios financieros especulativos; y semáforos, señales de tráfico y farolas por regulaciones financieras.
Después, elijan el final que más les guste o que crean más probable.
Pues algo así es lo que está pasando hoy con la economía capitalista. Asombra que aún permanezcamos impasibles ante tamaño atropello.
Emilio Alvarado Pérez, Primer Teniente de Alcalde, Concejal de Cultura y otros Servicios y candidato a la Alcaldía por IU