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El ácido butírico, presagio de calamidades |
La física proporciona metáforas bellas y útiles para el mejor conocimiento de la realidad, incluso la que está más allá del mundo material e inerte.
Tomemos por ejemplo los gases, esa parte de la materia caracterizada por su levedad, inocencia y modestia, y en la que vivimos sumergidos e inconscientes. De los gases tenemos noticia cuando nos faltan (¡socorro que me ahogo!), nos envenenan la moral (“algo huele a podrido en Dinamarca”) o en días de borrasca (el ventarrón arrancó de cuajo el árbol centenario). Respiramos gases, utilizamos el oxígeno, que es un gas, para obtener el combustible interno que nos mueve y cuando morimos expiramos, acto último de la vida, la bocanada postrera.
El agua, sustancia predominante en nuestro cuerpo, es la adición de dos gases, aunque ninguno de ellos noble, lo que explicaría por qué el ser humano es tan contrahecho.
Vivimos, por tanto, sometidos al imperio blando de los gases y no podemos hacer otra cosa porque somos aeróbicos, que es como decir que somos seres gaseosos. Incluso la voluntad humana parece estar formada en gran medida por gases, al ser tan voluble y cambiante. Lo que hoy es bueno mañana es malo, lo que está de moda pasa y el amor se olvida convirtiéndose en odio. Será que los gases siempre se escapan por el agujero más pequeño.
Si el hombre descompuesto en sus partes últimas es poco más que gas, qué son las sociedades formadas por miles o millones de hombres. La respuesta es clara: una acumulación gigantesca de gas que se comporta del mismo modo que cualquier gas de la tabla periódica. Veamos cómo es esto.
Convengamos que los gases son, en su comportamiento, simples. Su gobierno se rige por una ley que consta de dos artículos y un corolario: 1) si presionas un gas se comprime, pero hasta cierto punto; 2) si calientas un gas se dilata y si no tiene escapatoria sube su presión interna, pero sólo hasta cierto punto. Estos dos principios desembocan en una evidencia: superado un umbral, los gases excitados y confinados se vuelven peligrosos y explotan.
Algo así le pasa a la sociedad. Imaginémosla por un momento como una carcasa que da forma y ordena a los hombres en sus intercambios simbólicos y materiales. Pongamos que dentro de esa carcasa aumenta la presión sobre los individuos y los grupos sociales a consecuencia, por ejemplo, de una conmoción global. El resultado es que los hombres, como el gas, se comprimen; esto es, ven reducidos sus derechos, libertades, posibilidades y capacidades. Si la carcasa de la sociedad es rígida el peligro de explosión aumenta, por lo que, alcanzado cierto punto de presión interna, la carcasa salta por los aires. A esto lo llamamos revolución, involución violenta, revuelta o guerra. Hasta aquí la primera ley que rige el comportamiento de los gases, descubierta por Boyle allá por el siglo XVII.
Pero también puede ocurrir que por influjo de ideologías virulentas y extremistas la temperatura de la sociedad se eleve y con ella, fruto de la dilatación de las peores pasiones, aumente la presión entre los hombres bajo la forma de violencia indiscriminada hacia minorías señaladas injustamente como culpables del malestar colectivo. En este segundo supuesto, si la carcasa social no cambia, alcanzado cierto límite el estallido es también irremediable, como el de una olla a presión a la que no le funciona la válvula de seguridad. A esto lo llamamos guerra civil, genocidio o dictadura. Esta segunda ley que ordena la conducta de los gases fue descubierta por Gay-Lussac, químico francés, a comienzos del siglo XIX.
En la sociedad actual se constata la evidencia de las dos leyes antes mentadas: de un lado, el incremento de la presión, fruto de la crisis económica y, de otro, el aumento de la temperatura, resultado de la extensión de ideologías excluyentes y de otros fanatismos. Estas fuerzas presionan una carcasa social anticuada, rígida e inservible, formada por instituciones y élites caducas.
Hasta ahora se ha venido utilizado un amortiguador para retrasar un final violento que parece inevitable: licuar las conciencias. Efectivamente, las conciencias, como los gases, pueden pasar a otro estado, en este caso líquido, con el fin de que toleren mayores dosis de presión y de temperatura sin queja. Para lograr tal amansamiento se utilizan los medios de desinformación, que son grandes enfriadores sociales. Pero este remedio no es eterno, como demostró Faraday hace dos siglos cuando descubrió los misterios de la licuefacción mientras manipulaba amoníaco.
Si no se produce un cambio radical y en la buena dirección estaremos abocados a situaciones muy dolorosas. De hecho, en esta gran caldera a presión que es la sociedad actual se está produciendo una fermentación butírica de la que nos llega un tufo que tumba y que no presagia nada bueno.
Emilio Alvarado Pérez es Portavoz del Grupo Municipal de IU