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Ya lo consiguieron: sentar a Garzón en el banquillo |
Si algo tiene Garzón son enemigos. Y si en algo coinciden sus enemigos es en odiarle. Los que le desean el mal, que son legión, componen un guisote de argumentos contra él mezclando siempre tres ingredientes, a saber: que si Garzón es así o asá, que si es un chapucero en la instrucción de sus casos y que, como juez, actúa ilegalmente a sabiendas. Juntos todos, los ingredientes nos dan un comistrajo de sabor repugnante, reflejo de la monstruosidad del personaje que hay que destruir. Este puchero se sirve a diario, acompañado de tintorro y de un chusco de pan, por una buena parte de los medios de desinformación de nuestro país, como alimento de una opinión pública muy apoltronada en el bostezo y la indiferencia.
El guiso, administrado en raciones muy abundantes, ha conseguido lo esencial: dar por bueno lo aberrante, que es que los delincuentes sienten en el banquillo a quien los investiga, con la ayuda impagable de unos jueces y magistrados que odian a Garzón. Lo que no consiguieron terroristas, mafiosos y narcotraficantes durante años de ejercicio del juez Garzón, lo han logrado un puñadito de jueces y magistrados sin escrúpulos que, además, ocupan el vértice de la judicatura, que es uno de los poderes del Estado.
Sabemos que llegados a un punto, el sueño de cualquier condenado o sospechoso sentado en el banquillo por el juez Garzón es retirarle de la vida judicial y, si se tercia, de la existencia misma. Cuando un juez no está dispuesto a transigir con el criminal y el criminal se cree suficientemente poderoso para burlar su destino, caben dos opciones: o se inhabilita al juez o se inhabilita su espinazo. Esta es la fase “procesal” en la que ahora estamos.
Conviene descomponer el guisote cocinado por los enemigos del juez Garzón en sus elementos simples y saber qué se esconde detrás de los grumos. Una sociedad flatulenta ni piensa ni hace la digestión en condiciones. Pongámonos al asunto.
Como ser humano, el juez Garzón tiene sus defectos, al igual que cualquier mortal. Pero las imperfecciones no son delitos y no cabe que nadie, tampoco él, sea juzgado penalmente por tal motivo. Importa un comino si Garzón es vanidoso o no, si cree en esto o en aquello, si aspira a tal o cual cosa o si se peina con raya o tupé. En un tribunal penal no se juzga una personalidad o un modo de ser, sino hechos constitutivos de delito. Concluyamos que sobre esta endeblez no hay causa penal, sólo bilis y espumarajos.
Por otra parte, Garzón puede haberse equivocado en la instrucción de algún asunto o haber aplicado doctrinas discutibles en determinadas circunstancias (aunque ambas cuestiones habrá que demostrarlas, cosa no fácil por cierto), pero sobre este particular tampoco hay caso. Las interpretaciones judiciales fundadas en doctrina y jurisprudencia no sólo no son censurables sino que enriquecen el derecho, amplían su esfera y perfeccionan su aplicación. Como es bien sabido, la interpretatio es, en numerosas ocasiones, el único modo de administrar recta justicia. En consecuencia, tampoco aquí cabe rebuscar motivos para sentar a nadie en el banquillo. Dicho en frase corta, nulidades justificadas sí, prevaricaciones injustificables no.
Desechados los dos primeros ingredientes, queda el meramente delictivo, el de que Garzón es un prevaricador de tomo y lomo.
Empecemos por la trama de la Gürtel y las supuestas escuchas ilegales ordenadas por Garzón, asunto sobre el que los fiscales se han pronunciado con contundencia. Principiemos diciendo que la ley que regula tan vidrioso tema es ambigua, al establecer que la intervención de las comunicaciones podrá efectuarse “por orden de la autoridad y en los supuestos de terrorismo”. De la lectura del precepto cabe inferir racionalmente dos interpretaciones: o la conjunción sugiere alternancia o acumulación. En el primer caso, el supuesto de terrorismo no es excluyente. En el segundo, en cambio, sí. Sentado lo anterior, no cabe inferir que cualquiera de estas interpretaciones sea prevaricadora; todo lo más, objeto de nulidad. Por si no bastara con lo anterior, hay que recordar que las escuchas se ordenaron no para espiar la actividad profesional de los abogados en relación con sus clientes, sino porque había indicios abrumadores de que algunos de los abogados eran parte del entramado criminal de la Gürtel. Dicho de otro modo, Garzón no mandó interceptar la comunicación de un abogado con su representado, sino la de un posible delincuente, que es abogado, con un malhechor que, además, es cliente, compinche y jefe de fechorías. Lo sabemos por las películas de cine negro. Todo Al Capone precisa de un contable, un banquero y un abogado que, formando parte de un tinglado delictivo, ocultan el dinero fruto del crimen, lo blanquean para que sea disfrutado y defienden al capo cuando es sorprendido con la pistola humeante en sus manos. En un caso así, el contable, el banquero y el abogado no son honrados ciudadanos que ejercen su profesión como mejor saben, sino que son asalariados de una maquinaria delictiva que los necesita como el comer. Vigilarlos no sólo es una obligación legal sino una cuestión de sentido común. En cambio, tratarlos como lo que no son, además de ilegalidad, es estupidez imperdonable o prevaricación incluso. Pero si con todo lo dicho no fuese suficiente, en casos idénticos que nada tienen que ver con el terrorismo (asesinato y ocultación de cadáver en el caso de Marta del Castillo y narcotráfico en el caso de Pablo Vioque) se ha obrado del mismo modo, interviniendo comunicaciones entre abogado y cliente, sin que tal cosa haya llevado a acusar de prevaricadores a los jueces que ordenaron las escuchas. Clama al cielo que los mismos que gritan como vírgenes ofendidas en el caso de las escuchas de la Gürtel, defienden que a los acusados del asesinato de Marta del Castillo hay que pincharles el teléfono y enterrarlos en cal viva. Ítem más: en el caso de la Gürtel, otro juez, Antonio Pedreira, prorrogó las escuchas ordenadas por Garzón y nadie le acusa de nada, quizás porque no se llama Garzón (aunque todo se andará). En definitiva, ni el tenor de la ley, ni las motivaciones, ni los antecedentes judiciales permiten, a no ser que se retuerza el sentido de la legislación y los principios de la justicia, que se acuse de prevaricador por este asunto al juez Garzón.
Pero no sólo la trama Gürtel y aledaños quieren retirar permanentemente de la circulación a un juez molesto. Lo más granado del fascismo patrio, investigado por Garzón por los crímenes de la dictadura, busca lo mismo. La acusación esgrimida por los abogados de la ultraderecha es idéntica a la de la Gürtel: prevaricación, aunque el motivo sea distinto. Aquí no hay escuchas ilegales que reprochar, sino la asunción supuestamente errónea e interesada por parte del juez de la competencia para investigar unos crímenes que, en versión de quienes los amparan, quedaron tapados por la Ley de Amnistía y prescritos por el tiempo. Empecemos diciendo que se antoja humillante que los herederos de un sistema criminal e ilegal nos den lecciones sobre la importancia de respetar las leyes. Pero raya lo delictivo que esta ponzoña sirva, disfrazada con andrajos de legalidad por la pluma de un juez, Luciano Varela, para destruir la reputación y la carrera de quien se encomienda a la tarea de investigar judicialmente lo que, por dejadez, miedo o inmoralidad, nadie se atrevió antes. El carácter chusco de la acusación contra Garzón en este caso es absoluto. El juez instructor, Luciano Varela, admite unos escritos chapuceros y vengativos contra Garzón redactados por Falange y el grupo ultraderechista Manos Limpias, los cuales ayuda a mejorar (convirtiéndose en ese momento en juez y parte, juzgador y acusador a la vez), en virtud de los cuales se suspende cautelarmente, y en contra del criterio de los fiscales, a Garzón, lo que le conduce al banquillo de los acusados. Si en la trama Gürtel los más que presuntos demuestran algo de refinamiento en sus estrategias, en el juicio contra los crímenes del franquismo la involución jurídica de los acusadores es total. Eso sin entrar en que los crímenes contra la humanidad no prescriben ni pueden ser indultados, que en el mundo civilizado se impone la idea de que hay que instituir una jurisdicción universal para perseguirlos y que nuestra Carta Magna, que no menciona la ley de amnistía, sí en cambio advierte en el artículo 10.2 que “las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades fundamentales que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con las Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”, a lo que se suma lo recogido en los artículos 23.4, letra h, de la LOPJ y en el artículo 607 bis de nuestro Código Penal, sin contar con los tratados ratificados por España sobre tales cuestiones que forman parte ya de nuestra legislación interna. Si en el caso Gürtel la inquina contra Garzón se sirve rebajada y fría, en el de los crímenes del franquismo se administra pura y caliente en vaso turbio.
Recapitulemos. El colmo de la hipocresía judicial es intentar revestir una causa injusta con el ropaje de la legalidad. Es de cobardes tapar la summa iniuria bajo montañas de legajos y de sofismas leguleyos. Si se quiere llevar al paredón judicial a Baltasar Garzón que se diga alto y claro. Que los jueces dispuestos a administrarle la cicuta se dejen de puñetas, se quiten las puñetas y le hagan la puñeta a la luz del día, sin ocultamiento, si es que se atreven a afrontar la responsabilidad penal de sus actos. Y que nadie olvide que los jueces que pretenden escarmentar a Garzón pueden ser acusados de prevaricación dolosa por sentencia injusta. Prevaricación porque si no hay delito no pueden dictar pena, y dolo porque los jueces juzgadores, que le tienen gato a Garzón, manifiestan con anticipación plena voluntad y regocijo por pronunciar una sentencia injusta y dañina contra su persona.
Como señala muy acertadamente Luis García Montero, el juicio contra Garzón es nuestro caso Dreyfus. Al sentar en el banquillo a Garzón no se juzga a un hombre, sino que se busca condenar a quien se atreve a tocar a los intocables (a los corruptos del PP y a los herederos del fascismo) acostumbrados todos a la impunidad, el desahogo y el disfrute genético del poder. El juicio contra Garzón no es sobre actos pasados y personales, sino sobre actos futuros y colectivos que denuncian las miserias de un sistema político cada vez más frágil, que se sostiene sobre el silencio y la mentira. El escarmiento que se quiere administrar al juez Garzón es una advertencia para aquellos que pretendan tomar el camino equivocado: el de revisar una historia escrita por los vencedores y su legado fallido. Por eso, este juicio, allende nuestras fronteras, es un escándalo incomprensible.
Recapacitemos: el trabajo de Garzón consiste en hacerse enemigos, que lo son porque previamente son enemigos de la sociedad y de las leyes, no al revés. Para eso pagamos a Garzón, para que engrose la lista de sus enemigos persiguiendo el delito y protegiendo la legalidad. Por el mismo motivo debemos defenderlo de la sed de venganza de sus enemigos y de la jauría mediática que los aclama.
País enfermo es aquel en el que exigir justicia es un crimen.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del Grupo Municipal de IU