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Rouco Varela, Presidente de la Conferencia Episcopal |
Religión y moral católica no es una asignatura. Es una ideología que reproduce una visión del cosmos y un sistema de dominio intelectual y político, por lo demás muy eficaz si tenemos en cuenta su perseverancia en el tiempo. Religión y moral católica, como no oculta su nombre, es puro adoctrinamiento, que si se quiere eficaz hay que inocular en los cerebros de niños inocentes para que sea admitido sin resistencia. Los curas lo saben muy bien: la religión se adquiere, se asume sin más y genera una impronta, una fe (regula fidei) de la que se deriva una obediencia ciega. Es lo que tiene cualquier pensamiento dogmático e intolerante. Por esto mismo la religión, para prosperar, necesita mentes dúctiles y personalidades en formación. Luego, cuando llegue la mayoría de edad intelectual y la razón haga estragos en el pensamiento mágico, vendrán las prebendas, los premios y castigos para mantener cínicamente unos principios imposibles, o los disgustos y los traumas. Pero para que tal cosa ocurra es menester primero vivir amarrado a ese mundo de creencias.
Dice mucho de la condición moral de la iglesia católica el afán con el que defiende su presencia en el sistema educativo desde la más temprana edad. Si los curas y su ejército de catequistas están tan seguros de su doctrina, deberían convencer del misterio de la santísima trinidad o de la transfiguración a adultos formados, ilustrados, leídos y con juicio. No llegarían muy lejos. Pero que dejen en paz con sus fetichismos y supercherías a criaturas inocentes, a párvulos que, en su candidez, están indefensos ante el prejuicio y la manipulación.
A la religión no se llega por el razonamiento. Todo lo contrario: la razón provoca la crisis de la fe. Cuando la razón se hace adulta, la religión se viene abajo. De esto eran conscientes importantes pensadores religiosos. Tertuliano decía creer en la religión precisamente porque es absurda e imposible: credo quia absurdum; certum quia impossibile est. Tomás de Aquino afirmaba que ni podemos demostrar que el mundo ha comenzado y que ni siquiera sabemos tal cosa, si bien ello no es óbice para creer que así fue, de lo cual se deduce que Dios existe: mundum incoepisse est credibile, non autem demonstrabile, vel scibile. Los jesuitas, como nos recuerda Puente Ojea, proponían creer anulando cualquier parecer o juicio contrario, convirtiendo al hombre en cuerpo muerto: perinde ac cadaver. Los ejemplos sobre este particular son tan abundantes que no merece el esfuerzo aumentar su detalle.
Religión y moral católica debe estar fuera del sistema educativo porque es lo contrario de la educación y del conocimiento. Los que la imparten no son profesores, son catequistas, comisarios religiosos pastoreados por los obispos que tienen por misión extender un dogma que huele a cirio. Esto de la religión y moral católica es lo mismo que la cienciología, el jasidismo, la numerología, la cábala o cualquier otra alucinación colectiva basada en el fundamentalismo y el culto a lo sobrenatural. No insultemos a las matemáticas, la física, la química, la literatura, el arte, la historia, la filosofía, la gramática o el conocimiento de idiomas poniéndolos al nivel de las supersticiones, los misticismos y los prejuicios sobre los que, a fin de cuentas, desde el origen de la humanidad, sólo se han levantado sistemas de control moral y político.
En España tragamos con todas estas anomalías porque nuestra historia ha sido también una gigantesca anomalía. Mientras Europa comenzaba a ser alumbrada por las luces del Renacimiento, en los reinos de España se fundían la monarquía y la iglesia, se aprobaban estatutos de limpieza de sangre, la Inquisición hacia piras para quemar herejes y fieles (es mejor quemar algunos inocentes que permitir la difusión de la herejía, dirá Torquemada), las órdenes religiosas eran el principal latifundista, el clero ejercía un control político e ideológico asfixiante y la idea de estatalidad era colonizada por la de catolicismo, alcanzando así una forma excluyente que, a lo largo de la historia, provocó guerras y dañó irreparablemente la idea de nación. En España la historia de la iglesia refleja a la perfección la de una institución humana que se cree depositaria de la verdad absoluta, universal y eterna, interviniendo en la vida civil de manera monopolística y violenta. En pocas palabras, en nuestro país la iglesia está acostumbrada a mandar y quiere seguir haciéndolo.
En la actualidad, el dominio de la iglesia se sostiene sobre cuatro acuerdos firmados con el Vaticano. Lo menos que puede decirse sobre ellos es que son preconstitucionales, atentan contra la Constitución, intentan legalizar el abuso y suman el insulto a la injuria, siendo lamentable que ningún gobierno de la democracia se haya atrevido a denunciar un pacto de esta naturaleza con un Estado absolutista y medieval. Su preconstitucionalidad es evidente porque se fundamentan en otros acuerdos fechados en julio de 1976 que, a su vez, miran al Concordato de 1953, firmado entre el Vaticano y Franco. No se repara lo suficiente en el hecho de que los cuatro acuerdos que ligan al Estado con el Vaticano se firmaron sólo una semana después de la promulgación de la Constitución, lo que indica, como apunta Puente Ojea, que fueron redactados mucho antes de la sanción del artículo 16 de nuestra Ley Fundamental. Además, contradicen una Constitución que, si peca de algo, es por su excesiva generosidad hacia esta confesión, al instituir la obligación del Estado “a colaborar con la Iglesia católica en la consecución de su sostenimiento”, así como a velar porque “la educación que se imparta en los centros docentes públicos sea respetuosa con los valores de la ética cristiana”, de donde podría colegirse que no bastaría con impartir religión sino que la enseñanza toda debería estar imbuida de homilías. Por si no bastar con todo lo anterior, el Concordato es un abuso porque la Iglesia católica no paga impuestos mientras que los impuestos que pagamos los demás, creamos o no en sus dogmas, van a sus arcas para, por ejemplo, sostener un ejército de 15.000 catequistas a razón de 2.000 euros brutos al mes, que tienen como oficio introducir la superstición en las aulas. Por último, los acuerdos con el Vaticano son un insulto porque la Iglesia, que no paga a sus catequistas porque los sufragamos los demás, los selecciona a su antojo, los contrata y despide como le viene en gana, y si incumple la legislación laboral cometiendo abuso sobre sus adoctrinadores exige al Estado que apoquine las indemnizaciones correspondientes. Que el Estado sostenga el culto y pague al clero: esta es la fórmula tradicional de la iglesia española que tan bien le ha venido. No cabe mayor desahogo.
No permitamos que en las escuelas se asuste a los niños con infiernos, demonios, pecados y castigos eternos, o que se les inculquen dogmas que les condenan al sometimiento y a la anulación del juicio, porque las escuelas son templos del saber que deberían rendir tributo en exclusiva a la razón, la ciencia, la crítica y el conocimiento. Una escuela que cobija el adoctrinamiento religioso es una madrasa. No debemos consentir que los niños, en las aulas, se conviertan en el Paquito de aquel Catón que, sumiso y agradecido, consumía la jornada en rezos, invocaciones y besamanos de sacerdotes y demás gentes de dignidad.
El que quiera consuelo religioso que visite una parroquia, se confiese, comulgue, suba a un minarete, lea sus textos sacros, encasquétese un turbante o haga lo que le manda el rito. Este es un país libre incluso para equivocarse. Todo el mundo es soberano para creer en espíritus, apariciones, doctrinas marianas, en la burra parlante de Balaam, en cómo sacrificar piadosamente un cordero o en hacer gargarismos sin ofender a la divinidad de turno. Pero con su dinero, sus medios y respetando las leyes, entre las cuales hay una que se olvida y que es importante, la ley de consumo: todos los alimentos caducan, incluso las hostias consagradas.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares