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Antonio Gisbert. Fusilamiento de Torrijos en las playas de Málaga. |
A comienzos del siglo XIX se
acuñan en España tres conceptos políticos revolucionarios: liberalismo, guerrilla y junta. Todos ellos tienen que ver con
Cádiz, encrucijada de nuestra historia, y están firmemente anclados en la realidad
político-social del momento, de ahí su éxito y proyección. Estos tres conceptos
nombran realidades nuevas, que es lo mismo que descubrirlas, porque lo que no se
nombra no es.
Liberalismo es la respuesta burguesa a la decadencia y crisis del
Antiguo Régimen, que recibe la puntilla en Trafalgar, Aranjuez y Bayona. Guerrilla es la contestación militar del
pueblo a la invasión francesa. Y Junta
es la fórmula política improvisada con la que las autoridades locales buscan
cubrir el vacío de poder dejado por una monarquía absolutista en bancarrota, en
la que sus más recientes vástagos, Carlos IV y Fernando VII, reflejan incluso la degeneración
física de los Borbones, tan genialmente retratada por Goya.
El liberalismo nacional pretende superar, aunque con escaso éxito debido
a su debilidad intrínseca, el Antiguo Régimen, sus instituciones, leyes y
estructuras: unión de la cruz y el trono, sociedad estamental, soberanía del
rey, dominio ideológico y patrimonial de la Iglesia, régimen señorial, privilegios hereditarios, etc.
Coetáneamente, la idea de guerrilla, que transforma una
inferioridad militar en ventaja, alumbra una aspiración nunca plenamente alcanzada
en nuestro país: construir la nación sobre la base de la soberanía del pueblo, unidos
ambos por un patriotismo de carácter popular, siendo el pueblo en armas el motor
que todo lo acciona (en su fracaso está el origen de la desafección ciudadana
hacia la nación, tan evidente a lo largo de nuestra historia política). El
alzamiento popular contra los ejércitos de Napoleón permite identificar la
independencia y la soberanía. No extraña, por tanto, que en la constitución de
las Cortes de Cádiz, en la Isla de León, se proclamara de manera solemne la
soberanía nacional, correlato necesario de la idea de una nación independiente que
busca darse una ley política suprema sobre la que fundarse y organizarse. El ejemplo español
de lucha guerrillera contra el invasor (1808-1813), pronto será imitado en otras
zonas periféricas de Europa también sometidas por los ejércitos napoleónicos:
en el Tirol en 1809, y en Rusia en 1812. Los guerrilleros españoles y rusos,
especialmente, al llevar la guerra irregular a sus últimas consecuencias,
derrotarán a las columnas de asalto de los ejércitos de Napoleón, abriendo una
nueva era de relaciones entre la guerra y la política que recogerán los
movimientos de liberación nacional del siglo XX.
Completa las innovaciones
conceptuales la idea de junta, que es
la asunción revolucionaria y espontánea del poder, por parte de autoridades locales y provinciales, al desaparecer, en una coyuntura de disolución del viejo orden, cualquier autoridad legítima
y tradicional depositaria del mismo.
El acto de recoger el poder es sinónimo de proclamar una nueva soberanía.
Liberalismo, guerrilla y junta, en cuanto conceptos nuevos, impregnan
la Constitución de 1812, texto que pretende alumbrar una sociedad distinta. Los
constituyentes discuten en el Cádiz asediado por las tropas del mariscal Claude
Victor conceptos como el de soberanía, ley, igualdad y libertad, al igual que
hicieron los revolucionarios norteamericanos y franceses. Mientras los
diputados debaten ideas y conceptos novedosos en la última porción libre de
territorio peninsular, las juntas proliferan por doquier, de manera espontánea,
constituyéndose a la vez como gobiernos y resistencia al invasor napoleónico.
Por tanto, hija y superadora de un tiempo caduco, la Constitución de Cádiz
aspira a ser un texto fundacional y revolucionario. En consonancia, instaura la
soberanía nacional (frente a la soberanía del monarca), el sufragio universal
(masculino), activo e indirecto junto con el sufragio pasivo y censitario
(también exclusivamente masculino), unas Cortes que son la institución central
del régimen, división estricta de poderes, una serie de derechos y de
libertades individuales, entre las que destacan la libertad de imprenta y de
opinión, la abolición de los señoríos jurisdiccionales, del vasallaje y de las
prestaciones personales al señor, el refrendo obligatorio por parte del
ministro del ramo de todas las decisiones del rey, el establecimiento de una
Milicia Nacional y la obligatoriedad del servicio militar, entre otras
novedades. Junto con estas primicias, se transigió con los diputados
absolutistas en materia de religión, por lo que el texto constitucional
reconoce que el catolicismo es la religión única y perpetua de España, decisión
compensada por la abolición de la Inquisición, afirmada por las Cortes de Cádiz en febrero de 1813. Es
evidente, por tanto, que tal cesión, tantas veces exagerada por el pensamiento tradicionalista, no obsta para afirmar que la Constitución de 1812 es
parangonable, por su novedad y carácter revolucionario, a la norteamericana de
1787 o a la francesa de 1791.
Sentado lo anterior, que es
materia que toda persona de cultura conoce bien, calificamos las palabras del señor Rajoy, conmemorativas del bicentenario de nuestro primer texto constitucional,
de sandez superlativa. Porque es de sandios decir, a propósito del legado de
Cádiz, que “los gaditanos nos enseñaron
que en tiempos de crisis no sólo hay que hacer reformas sino que también hay
que tener valentía para hacerlas.”
Debiera saber el señor Rajoy que
la Constitución de 1812 no pretendió reformar nada sino crear un orden nuevo, a
la vista de la podredumbre e inutilidad del Antiguo Régimen. Todo lo contrario
del objetivo que pretende nuestro Presidente que, como los serviles de antaño, se empecina en sostener a toda costa la descomposición de un sistema condenado y dañino.
Además, la Constitución de 1812 fue un ejemplo de afirmación nacional, mientras que ahora el gobierno del PP nos arrodilla ante intereses y poderes extranjeros a los que, a buen seguro, nuestro bienestar les
importa un comino.
Señor Rajoy, léase el Discurso Preliminar a la Constitución de
1812 de Agustín de Argüelles, las reflexiones de otros protagonistas del momento como Álvaro Flórez Estrada, Antonio Peña, Juan Negrete, José Canga Argüelles, Francisco
Martínez Marina, los documentos de la Consulta
al País, de 1809, o, simplemente, el texto de la Constitución que dice
conmemorar. Léalos para que en su discurso siguiente sobre la efeméride (aún le
restan a este año nueve meses de oportunidades) no tengamos que soportar palabras
tan bochornosas como las que ha pronunciado.
Mal está que un Presidente de
Gobierno aproveche un acto institucional de la relevancia del bicentenario de la Constitución de Cádiz para legitimar
las decisiones de su gobierno que son, antes que nada, un engaño colectivo
mayúsculo, por el cual, como camino trazado en las estrellas, la nación irá a
la ruina. Pero peor aún es torcer el sentido cabal de la historia y convertir
la Constitución de Cádiz en un fantoche, sólo por dar gusto a la imaginación
limitada de un gobierno de insignificancias.
La Constitución de Cádiz instauró
una nueva soberanía, la de la nación frente al monarca. Sólo por este motivo, la
Constitución de 1812 es revolucionaria, por mucho que este pequeño detalle
incomode al señor Rajoy. Bien sabía esto Fernando VII, que hizo todo lo posible
por destruir una Constitución que negaba su autoridad y abría paso
a la emancipación de las colonias en América. También eran muy conscientes de
ello las potencias del Congreso de Viena, los firmantes del Congreso de Verona y
la Santa Alianza, formada por Prusia, Rusia y Austria, las monarquías más
reaccionarias del continente. Por ello, aprobaron una nueva invasión de España por un
ejército francés formado por 132.000 soldados, con el fin de finiquitar el
trienio liberal y evitar que el ejemplo disolvente se extendiera por
Europa.
No fue la reforma sino la revolución la que provocó la revancha y purga salvaje promovida por el absolutismo entre 1823 y 1834. Viene al caso recordar que Galdós tituló uno de los Episodios Nacionales, el correspondiente a esa década de oscuridad y violencia, "El terror de 1824", caracterizado según su pluma por "
nuevas
proscripciones, encarcelamientos, la horca siempre en pie, la venganza más
cruel gobernando a la nación, y la vida de los españoles pendiente del capricho
de un salvaje frailón o de fieros polizontes (...) Desaparecieron los ciudadanos
sin que fuera posible saber en qué calabozo habían caído. Las cárceles tragaban
gente como las tumbas en una epidemia."
Señores del PP, respeten la
memoria de Rafael de Riego, de José María de Torrijos, del Empecinado, de Mariana Pineda, de
Juan Díaz Porlier, de Luis Lacy y Gautier, de Francisco Abad Moreno, de Cayetano Ripoll (condenado a muerte y ahorcado por un tribunal eclesiástico que no tenía respaldo legal), también la del resto de asesinados
(unos 30.000), desaparecidos, perseguidos y exiliados (unos 20.000) durante la
década ominosa, la de todos los mártires que defendieron una causa que ustedes
no respetan porque la deforman para acomodarla a su conveniencia y debilidades
particulares. Acepten la historia y sus hechos. No nos tomen más el pelo con adulteraciones de mala calidad.
Por estos motivos (y algunos
otras que no vienen al caso) Rajoy celebra un bicentenario vergonzante, pueblerino y mendaz, no vaya a ser que a su gobierno se le
vea, también en este asunto, el plumero.
Emilio Alvarado Pérez es Portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares