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La derecha catalana es a la derecha española lo que el fuet al salchichón |
Los predicadores del capitalismo
desbocado (neoliberales, políticos derechistas y corruptos, financieros podridos de dinero, tertulios y otros mercenarios de la
pluma y de la palabra) adelantaron la última crisis del capitalismo desde poderes que ocuparon con todo género de malas artes.
Esta élite peligrosa, además, agrava las consecuencias de la crisis al empeñarse en mantener un sistema condenado e inmoral, sin importarle que su propósito acarree la destrucción de la sociedad.
Doblemente culpable, por causar la crisis y por ahondar el sufrimiento colectivo, la oligarquía gobernante está dispuesta a cometer un
tercer abuso: reprimir por la fuerza al que no se someta mansurronamente al suicidio que le imponen. Desengañémonos, esta casta es refractaria a la enmienda.
Nunca se repetirá
suficientemente. La caterva dominante no sólo provocó el desastre que soportamos. Quiere, también, destruir medio siglo de regulaciones que han
permitido la paz social. Su plan es convertir a los ciudadanos,
presentes y futuros, en parias sin derechos, en seres semovientes agarrotados por el miedo, en mobiliario de salón, de ese que pasa de moda y acaba en el basurero.
Los que mandan inoculan el virus de la desigualdad, exacerbando el conflicto social. Provocada la alteración, convierten el conflicto social en materia de orden público. Provocan un incendio pavoroso y quieren que nos comamos las cenizas en silencio.
Hasta ahora, la mentira y la
manipulación habían bastado para mantener embrutecida a una población
enganchada a la dopamina del consumo a crédito. Pero la crisis ha destapado la locura de un sistema en el que sólo caben unos pocos.
Cuanto más profunda es la crisis, más nítida es la imagen de una élite dispuesta a todo para defender sus privilegios, que se sostienen en la miseria de la mayoría.
En España esta casta actúa sin recato,
ahora que la mayoría absoluta respalda su despotismo. Recurren abiertamente a
la manipulación más grosera, a la amenaza y a la violencia física contra disidentes y víctimas, que somos casi todos. Su representante máximo es el
gobierno de Rajoy, que alcanzó la mayoría absoluta a partir de un fingimiento
prostibular de mentiras y de silencios canallescos nunca antes visto en una
campaña electoral. Pero desde la oscuridad cobarde, como rasputines y validos, maniobran
otros grupos que empujan al gobierno en la dirección que les conviene. Mientras
tanto, el interés general es arrastrado por el barro y otras
inmundicias.
Rajoy no fue elegido para destruir los consensos sociales básicos, de modo que su mayoría absoluta es, a este respecto, perfectamente ilegítima. No está habilitado para gobernar como lo hace, si es que a lo que hace se le puede llamar gobernar. Ni como mandatario ni como simple mandado es Rajoy digno del cargo que representa. Con él se impone el gobierno de los bárbaros que, como
diría el clásico, se empeña en dominar por el temor, el achicamiento y la
estupidez.
Destruyendo las leyes laborales, Rajoy
y sus amigos nos han convertido en siervos de la gleba. Pero tal retroceso no basta para calmar a una élite insaciable que siempre pide más aunque ya se le haya dado todo. Por eso, el gobierno derriba los servicios públicos
que nos hacen ciudadanos, arguyendo que son una carga insoportable, y anuncia que va a tomar al asalto la televisión pública nacional, convirtiéndola en
un órgano de propaganda con el que construir un conformismo gallináceo apropiado para la conmoción que se avecina.
Rajoy nos amenaza con la criminalización del disidente o del agraviado. Por declaraciones de su gobierno sabemos que no dudaría ni un segundo en
encarcelar a Ghandi o a Martin Luther King, por kaleborrokos. También ha dado pruebas de que le importa un comino poner en peligro la salud de las personas, al negar la tarjeta sanitaria a inmigrantes sin papeles. Además, hinca de rodillas al país envolviéndose en una bandera que todo lo
tapa. Finalmente, perdona a sus condenados y amnistía a los grandes defraudadores, mientras que amenaza con aplicar badana al humilde. En pocas palabras, es débil con el fuerte y fuerte con el débil, defecto eterno del cobarde. Haz
lo que te mando y no hagas lo que yo hago: esa es su divisa, emblema
universal de la hipocresía.
La crisis nos muestra el abismo y
el mal que anida en el sistema. Pero, a la vez, nos enseña los límites de un orden que
se desmorona. De ahí que la crisis pueda ser, también, liberadora, porque nadie quiere, al menos conscientemente, inmolarse inútilmente para mayor
gloria de quien le explota y desprecia. Los contrastes brutales de la crisis han conseguido un efecto positivo: que aumente la riada
de ciudadanos que se rebelan contra el despotismo de la casta dominante.
Las redes sociales están
rompiendo el monopolio manipulador de la opinión publicada, que está cada vez
más lejos de la opinión pública. Saltan las costuras del sistema político, de
ahí su descrédito y el de sus protagonistas, gobierno incluido, por muchos votos que arropen sus decisiones. Con un clima tal, no es casualidad que la monarquía se vea en la
obligación de pedir excusas por actos que antes eran broche y sol de
su ejecutoria. Los ciudadanos se echan a las calles convirtiéndolas en ágoras. No hay prestigio en las instituciones y sus mandatos,
en vez de procurar consentimiento ciudadano, provocan primeramente desconfianza cuando no rechazo completo. Es tanta la separación entre el común y las instituciones que cuando algunas de ellas precisan reunirse en una ciudad, hay que blindarlas contra los ciudadanos a los que, teóricamente, habrían de representar. El
Banco Central Europeo es ejemplo neto de esta perversión: su reunión fuera de su sede exige el control militar de la ciudad elegida, la ocupación policial previa y la declaración de una suerte de estado de excepción contrario a la
dignidad, derechos e intereses de sus habitantes. Cada vez es más frecuente la
paradoja de que el poder que emana del pueblo legisla contra el pueblo,
ocultándose y viviendo una vida ajena despegada de su hacedor. Atravesamos tiempos crepusculares en los que se hace real la máxima todo el poder para el pueblo, contra el
pueblo y sin el pueblo.
Signo de nuestra época, el poder público se aleja de la sociedad,
se aliena, erosiona su legitimidad y arremete contra su fuente y origen. De ahí
la necesidad urgente de abordar su refundación. De lo contrario, habrá oligarquía para rato, maldición eterna de nuestro país, como denunciaba Joaquín Costa hace
poco más de un siglo.
Para escapar de un destino que no
podemos asumir como fatalidad hay que cambiar las élites, las
mentalidades, las instituciones y los fines que inspiran nuestra sociedad,
que es tanto como decir que hay que transformar el alma colectiva que nos rige.
Aparece así en el
horizonte de nuestra historia, una vez más, la necesidad de un programa que evite la desintegración. Nadie puede asegurar el éxito de la
empresa, por mucho que sea necesaria, lo cual no significa que haya que
renunciar a ella porque, como decía Ramón de Garciasol, “de otro modo sería imposible el Quijote”.
Emilio Alvarado Pérez es Portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares