“Este país pide acción y acción inmediata… Debemos actuar y rápidamente.” Estas palabras pertenecen al discurso inaugural del presidente Franklin Delano Roosevelt en su toma de posesión. Es difícil hoy en día reconstruir la urgencia y el sentimiento de desesperación contra los cuales fueron pronunciadas estas palabras el 4 de marzo de 1933. Unas cuantas horas antes de que se llevara a cabo la ceremonia de toma de posesión, todos los bancos de Estados Unidos habían cerrado sus puertas. El sistema monetario había llegado al punto en que podía sobrevenir un colapso. Cerca de trece millones de estadounidenses estaban sin trabajo. El año anterior, una marcha de 15.000 veteranos en Washington había sido dispersada con gases lacrimógenos, tanques y bayonetas. En el campo había reuniones de partidarios del levantamiento de las hipotecas, durante las cuales se exhibía con tacto un lazo corredizo, las cuales servían de elementos poderosos de disuasión para cualquier representante de los bancos o de las compañías de seguros que estuviesen pensando en juicios hipotecarios. Entretanto, un desfile de dirigentes de negocios frente a las oficinas del Comité de Finanzas del Senado, había producido una depresiva sensación de impotencia. El presidente de un gran ferrocarril dijo: “La única manera de combatir la depresión es llegar hasta el fondo y desde allí empezar a construir lentamente.” El presidente de uno de los bancos más grandes de Nueva York declaró: “No tengo ninguna solución.” El presidente de la U. S. Steel afirmó: “No se me ocurre ningún remedio.” Un considerable número de expertos exponía con apremio: “Por encima de todo debemos equilibrar el presupuesto.” La crisis era profunda y auténtica; es dudoso que los Estados Unidos alguna vez hayan estado más cerca del colapso económico y de la violencia social.
La respuesta del nuevo presidente fue inmediata y vigorosa. Según escribe Arthur Schlesinger, en los tres meses que siguieron a la toma de posesión de Roosevelt, “el Congreso y el país estuvieron sujetos a una inundación de ideas y programas presidenciales que no se parecían a ninguna otra cosa en la historia de los Estados Unidos”. Éstos fueron los famosos Cien Días del New Deal (Nuevo Trato): días durante los cuales, mitad intencionalmente y mitad por accidente, se colocaron las bases para una nueva norma de relaciones entre gobierno y economía privada, que habría de provocar un importante cambio en la organización del capitalismo estadounidense.
En total se aprobaron unos quince proyectos de ley principales: la Ley Bancaria de Emergencia, que abrió nuevamente los bancos bajo una especie de fiscalización gubernamental; el establecimiento del cuerpo Civil de Protección de las cosechas para absorber, por lo menos, una parte de los jóvenes cesantes; la Ley Federal de Ayuda de Emergencia para suplir las exhaustas provisiones de socorro en los estados y ciudades; la Ley Hipotecaria de Emergencia para el Campo, que en siete meses prestó a los agricultores el cuádruple de todos los préstamos federales concedidos durante los cuatro años precedentes; la Ley de Dominio sobre el Valle del Tennessee, instituyendo la TVA, una operación arriesgada y completamente nueva emprendida por el Gobierno; la Ley Bancaria Glass Steagall que privó a los bancos comerciales de sus facultades para emitir acciones y bonos, garantizando los depósitos bancarios; la primera de las Leyes sobre Valores destinada a frenar la especulación con los mismos y la temeraria piramidación de las empresas.
Los Cien Días sólo fueron la iniciación del Nuevo Trato, de ninguna manera lo completaron. Todavía no se habían aprobado: el Seguro Social, la legislación sobre Viviendas, la Ley de Recuperación Nacional, la disolución de las compañías financieras de servicios públicos, el establecimiento de la Autoridad Federal de la Vivienda.
Efectivamente, no sería sino hasta el año de 1938 cuando se terminara el Nuevo Trato con la promulgación de las Fair Labor Standard Acts (Leyes de Estándar de Trabajo Justo), que establecían salarios mínimos y horas de trabajo máximas, prohibiendo el empleo de menores en el comercio interestatal.”
Esto es lo que escribía Robert L. Heilbroner, economista norteamericano, hace medio siglo, cuando analizaba la respuesta del gobierno estadounidense a la Gran Depresión de 1929. Por lo visto, la historia se repite y el ser humano no aprende.
La Gran Depresión del 29 produjo el New Deal. La que padecemos ahora engendra políticos mezquinos y cobardes que destruyen el Estado y la sociedad. Un ejemplo: Artur Mas, recientemente elegido presidente de Cataluña y experto en desmantelar la sanidad pública. Su última frase sobre la crisis desvela "un fino análisis" y un mejor remedio: si peta todo estaremos en el cacao general. Estos son los gobernantes que nos toca padecer. ¿Hasta cuándo?
Roosevelt pasó a la posteridad con brillantez. En cambio, los gobiernos actuales serán recordados por su inutilidad e indignidad, porque en vez de encarar la crisis con valentía contribuyeron a provocarla, sacrificando a los ciudadanos ante el altar de los mercados.
Emilio Alvarado Pérez, es Portavoz de IU en el Ayuntamiento de Azuqueca de Henares