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Restos de la estatua colosal de Constantino I |
El desarrollo de la historia no es lineal, como sugiere
engañosamente una cronología que se despliega en el papel.
En la historia identificamos
épocas de estabilidad que abarcan de decenios a siglos completos, en las que
parece que no ocurre nada de particular. En ellas, los nietos viven en un mundo
muy parecido al de sus abuelos, y así una generación tras otra. El tiempo
físico pasa y el histórico se estanca. Todo se mantiene: mismo horizonte vital,
mismas costumbres, idénticas instituciones, igual mentalidad, ínfimas novedades
tecnológicas. La Alta Edad Media es un tópico de lo dicho, al igual que el
Egipto de los faraones. Épocas de calma chicha. Anticiclones históricos en los
que el cielo permanece invariable.
Imaginemos una máquina del
tiempo. Un campesino occitano se sube a ella en el año 540 y se traslada al año
940. ¿Qué novedades contemplará tras viajar cuatro siglos? Ninguna de
relevancia. Comprobará que cuatrocientos años después el mundo le sigue
resultando muy familiar, comprensible. Su obediencia personal a la autoridad
sigue atada a relaciones feudo-vasalláticas. La vida religiosa es la misma a
excepción del desarrollo excepcional del monacato. La economía continúa anclada
en una agricultura muy precaria, de subsistencia. Las estaciones del año y las
calamidades naturales siguen determinando la vida campesina. La comprensión de
la muerte y del más allá se mantiene. Las ciudades siguen en la postración. Las
comunidades viven en régimen de autarquía, como antaño, sin moneda circulante.
Con poco esfuerzo nuestro campesino podría vivir en un mundo que, a pesar del
tiempo transcurrido, apenas ha cambiado.
Visto retrospectivamente, resulta
asombroso. En ocasiones, el reloj del tiempo histórico se para sin que parezca
importar que el reloj del tiempo físico marque inexorable el paso de los años.
El futuro se estanca en un horizonte que no se mueve. Nada caduca. Morosidad
del tiempo.
Al igual que existen épocas de continuidad,
hay otras en las que se agolpan los acontecimientos y que abren las puertas a
grandes cambios. En ellas el movimiento lo invade todo. Una sola generación
puede asistir al derrumbe de un orden caduco y al nacimiento de otro. La
energía histórica, dispersa, se concentra. El cielo de los
acontecimientos se carga de electricidad presagiando el cambio y la atmósfera
se vuelve densa, pesada, capaz de inflamarse ante el menor chispazo. En el
curso de pocas generaciones o, incluso, en el de una vida, acontece lo que no
ocurrió durante siglos. El tiempo histórico se acelera. Ahora es el reloj del
tiempo físico el que, con su parsimonia, no hace justicia al movimiento de la
historia. Los abuelos ya no entienden el mundo de los nietos y los nietos se pierden en el torbellino de la vida. Resulta muy difícil fijar la atención
sobre algo y cuando se cree que se ha atrapado un acontecimiento, éste forma
parte del pasado. El futuro atropella al presente, convirtiéndose en historia,
sin que medie tiempo para la asimilación. En momentos así no hace
falta que nadie se suba a una máquina del tiempo para vislumbrar el futuro,
porque el futuro es el ayer. Todo nace caducado.
La época que nos toca vivir es de aceleración del tiempo histórico. En muy pocos años han ocurrido hechos de una magnitud universal: el bloque soviético se hundió, el capitalismo atraviesa una crisis general, superamos peligrosamente los límites físicos de resistencia del planeta, agotamos las fuentes de energía, contaminamos el agua, las nuevas tecnologías convierten en obsoletas las opciones comunicativas tradicionales, el mundo del trabajo se va a pique, la ingeniería genética revoluciona la definición de la vida, la nueva Roma se traslada de Nueva York-Los Ángeles a Pekín-Shanghai-Seúl.
Allá donde miremos el futuro nos arrastra. La velocidad del cambio es tan vertiginosa que no la percibimos, como cuando salimos de casa y no nos despeinamos a pesar de viajar sobre un planeta que se mueve a casi 30 kilómetros por segundo. Ilusión de la mente para no perder la cabeza.
Resulta penoso escuchar a los políticos apegados a un orden que se desmorona anunciarnos un futuro pretérito. Sus voces parecen salidas de un gramófono. A esos políticos los llamo los Constantinos que, del mismo modo que el emperador romano, intentan parar el reloj de la historia. Cuanto más se empeñen en amarrar la cuerda del tiempo histórico más brutal será un cambio que, por lo demás, es irreversible.
No sé si el mundo que se nos viene encima será mejor que el actual. Dependerá de lo que los ciudadanos quieran y puedan hacer. Lo que sí sé es que en momentos como el presente, de mudanza completa, los inmovilistas pueden causar un enorme daño.
Emilio Alvarado Pérez, Primer Teniente de Alcalde, Concejal de Cultura y otros Servicios, y candidato a la Alcaldía por IU