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Esto ocurre cuando los gobernantes no están sujetos a ninguna responsabilidad política |
Cuando se habla de democracia se nos induce a pensar que es un sistema en el que se respetan unos procedimientos que permiten gobernar a la mayoría con la debida consideración a las minorías. Y punto.
Esta definición, puramente procedimental y elitista, que es la que suelen ofrecer los que mandan, abarca un mínimo incompleto porque alude a lo que es necesario pero no suficiente. Tomada así, sin más, la idea de democracia es una vaciedad cuando no una trampa.
Olvida esta definición que la democracia es también un régimen de opinión pública formado por ciudadanos libres e iguales, en el que han de cumplirse ciertas condiciones que permitan ejercer los derechos políticos: por ejemplo, la existencia de un mínimo de seguridad vital, que las diferencias entre ricos y pobres no superen un límite, control sobre las autoridades, libertad de información veraz y contrastada, etc. A este complemento tan importante, del que se habla poco, se añade que las mayorías de gobierno han de alcanzarse sin adulterar la representación. Por último, se supone que se eligen gobernantes para que gobiernen con arreglo a un programa y defendiendo el interés general, y no para que incumplan lo prometido o se sometan a las órdenes dictadas por poderes antidemocráticos e incontrolados.
Por tanto, la democracia es mucho más que un sistema que convoca regularmente a un cuerpo electoral para elegir líderes.
Se ha impuesto, bajo la influencia nefasta del bipartidismo y de la manipulación generalizada de los medios de comunicación de masas, una democracia formal en la que se intenta destruir la libre deliberación. Los medios, por lo común muy sesgados y orientados a la desinformación, manipulan las conciencias a través de la anestesia social y de las falsas imágenes e ideas. Sobre ese sustrato se construyen consensos sociales que apuntalan el orden que precisamente causa irritación y desapego. En feliz expresión del jurista italiano Luigi Ferrajoli, en nuestras democracias “se homologa al que consiente y se denigra al discrepante o al diferente”. Vamos a democracias plebiscitarias de corte populista en las que se desprecian las reglas que protegen el ejercicio de los derechos políticos. Además, se corrompe la representación para eliminar lo que molesta. Lo importante es conseguir la conformidad, que es pura pasividad, y no el consenso, que es algo activo y consciente. Poco importa el modo de alcanzarla, bien a través de la devaluación de los valores cívicos, de la despolitización o del embrutecimiento de las conciencias. La contaminación plebiscitaria de la democracia destruye la representación y erosiona profundamente su legitimidad. Llegados a este punto no es necesario dar una golpe para acabar con la democracia, puesto que ésta puede haber desaparecido años antes de que el común se percate que su opinión no cuenta.
Advertía Francis Bacon, a principios del siglo XVII, que el hombre quiere conocer pero que su comprensión tiende al error, deformada por lo que él llamaba “ídolos”, que son de cuatro clases: idola tribus (comunes a toda la raza humana), idola specus (los individuales), idola fori (los que proceden del lenguaje) e idola theatri (los que se derivan de falsas filosofías). No iba muy desencaminado el filósofo, puesto que la democracia actual está poblada de ídolos, singularmente los del lenguaje y los de las falsas doctrinas.
Al poder establecido le interesa que la fuerza de los ídolos crezca sin cesar, porque su misión es tapar el desfile de cosas muertas que pasa continuamente ante nuestros ojos. Todo apunta a una extensión premeditada del prejuicio social.
Viene todo este preámbulo a propósito de la falta de respeto con la que nos tratan los líderes del PSOE y del PP cuando gobiernan y en campaña, que tanto da. Llevamos tres años sufriendo una crisis económica y social de dimensiones desconocidas, y está por ver que el Presidente del Gobierno nos explique en qué situación nos encontramos según su punto de vista, mirándonos a la cara y contestando a las preguntas que los ciudadanos se hacen en las calles. Igual se conduce Rajoy, que prefiere estar mudo o decir vaciedades a presentar un programa o una idea, si es que no se fuma un puro para ocultarse detrás del humo cuando arrecian las preguntas indiscretas. Damos por bueno que los programas electorales no valgan ni el papel que los sostiene, y es de rúbrica contemplar falsos debates entre los candidatos del bipartidismo.
Estamos tan mal que nos produce envidia que en Francia, el Presidente de la República, compareciera en directo durante casi 74 minutos, en horario de máxima audiencia, en las cadenas uno y dos (TF1 y France 2) el pasado jueves 27 de octubre, para contestar a las preguntas de dos periodistas y explicar qué pasó exactamente en el decisivo encuentro de Bruselas del día anterior. Sin ser nada del otro mundo, en la España de hoy una comparecencia similar es algo impensable.
No perdamos de vista que aquí lo relevante es mantener al público alucinado y ajeno a lo que condiciona su vida.
El PSOE y el PP nos robaron en 1992 un referéndum sobre Maastricht. El pasado mes de septiembre nos escamotearon un referéndum sobre la reforma constitucional. Ahora nos privan de una explicación sobre las amenazas que se ciernen sobre nuestro país. Causa vergüenza tanto hurto y también la mansedumbre con que se ha aceptado tanto escamoteo y otros fraudes.
Ahora que necesitamos a la política más que nunca, resulta que la política sufre el mayor de los descréditos.
Los que no creemos en las casualidades y no aceptamos que el tamaño de la nariz de Cleopatra cambiara el rumbo de la historia, pensamos que en este asunto ha triunfado una estrategia tan perversa como calculada.
Con tanta impostura estamos dando garrote a la democracia. Y aquí tan culpable es el que hace como el que consiente.
Emilio Alvarado Pérez es portavoz del Grupo Municipal de IU